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La estrategia adoptada por Sánchez ha sido adueñarse del Estado y de las instituciones desde la cúpula del poder político, concibiendo éste como una oportunidad de dominación partidista.

Con respecto a la Corona, piedra angular del andamiaje constitucional, tiene al rey padre desterrado con el único objeto de desacreditar la institución y, al reinante, ninguneado con los modales más zafios, usurpando sus funciones, mientras sus socios le ofenden y enarbolan la guillotina como amenaza latente, sin que quien tiene obligación de defenderlo no haya tenido el menor gesto.

Nunca han sido más serviles al poder ejecutivo los presidentes de las dos cámaras, que parecen dos ministros más. Y si cumple la promesa de traer a Puigdemont, no será en una cuerda de pesos, sino en olor de multitud para humillar a la Justicia y España entera. Todas las entidades sociales o profesionales, públicas o privadas, que podían hacerle desistir de sus objetivos han sido colonizadas o devastadas. Algunas    tan vitales como el Ejército y la Policía han sido privadas de su autonomía dentro del ámbito de sus competencias.

Ya se ha hecho con el control de TC, último baluarte de la Justicia, colocando en él a uno de sus ministros, el que anunció que entrábamos en un proceso «constituyente», a una de su cuadra que asesoró el inconstitucional Estatut de Maragall, y al de la polvorienta toga, ahora manchada por los detritus separatistas, de presidente. Ya ha alcanzado el último objetivo necesario para demoler el régimen del 78 y, muerto Montesquieu, establecer uno bolivariano.   

Mientras, una sociedad aburguesada espera pacientemente recuperar la democracia en las próximas elecciones, seguros de que el sistema es tan fuerte, que para ello bastará con derogar leyes y recomponer instituciones. Craso error. Las democracias tienen grietas, no están protegidas contra las agresiones de los caballos de Troya llamados a defenderla. El populismo dispone de taladros y sierras de calor capaces de llevarse por delante la libertad de un pueblo. En el supuesto de que la pesadilla acabe con las urnas, ¿serán reversibles los destrozos de la democracia? ¿Podrá restaurarse o renovarse? ¿Será capaz esta sociedad viciada de defenderla?