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Volví a Roma. Todos los caminos llevan a Roma y puedo asegurar que así es. La ciudad eterna forma parte de mi vida. He viajado muchas veces a Roma, en etapas muy distintas de mi vida. Fui la niña que descubre por primera vez maravillas de la mano de su familia, emocionada y sorprendida, llena de una curiosidad inmensa, esa que forma parte de mi ADN y que por suerte aún no he perdido. Fui la adolescente que hace su viaje de estudios de Bachillerato a Italia, convencida de que va a comerse el mundo y, a la vez, cargada de dudas y contradicciones. Fui la hija y la hermana que, ya adulta, se pierde por los recovecos de esas calles de piedra que me fascinan junto a sus padres y hermanos. También fui la joven enamorada que lanzaba monedas a la Fontana di Trevi suplicándole a la vida que me permitiese volver.

Y la fontana me escuchó. Regresé tantas veces que me parece mentira, porque es inevitable crear vínculos con los lugares que aprendimos a querer. Volví con personas que me amaron y a quienes amé. Busqué en Roma el escenario de mi novela Pasiones romanas, con la que gané el premio Planeta. Lo encontré en la Piazza de la Pigna y en el Campo di Fiori, en el Trastevere, donde Baltasar Porcel me aseguraba que iba a jubilarse, comiendo siempre pasta fresca y bebiendo buen vino.

Regresé como siempre, cargada de recuerdos y con las ganas de crear otros nuevos, poderosos, intensos. Volví convencida de que, aunque la vida cambie, debemos recuperar esos pocos lugares del mundo que de alguna manera sentimos propios. Lo conseguí: Roma vuelve a ser alegría.

Al pasear por sus calles, fotografiar sus rincones, volver a pisar sus piedras supe que no podemos decidir poner punto final a nada, porque manda la vida. Aquellos lugares que son nuestros nos ofrecen un punto y seguido para continuar escribiendo nuevos capítulos. El cielo de Roma era luminoso y azul, casi como si fuese verano.