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La verdad es que no comparto la expectación por el devenir político de la vicepresidenta Yolanda Díaz. Hay una especie de inquietud por saber cuándo va dar el paso definitivo, es decir, si se va a presentar a las próximas elecciones bajo el paraguas de Podemos, si lo hará con ese movimiento que ha denominado Sumar, o, y esto es de mi cosecha, si se presentará en coalición con el PSOE como número dos de Pedro Sánchez. Sí, dirán que esto último parece una boutade, pero puede ser una posibilidad más entre las que puede elegir a Díaz. El caso es que lleva meses deshojando la margarita o eso parece, pero tengo la impresión que, a estas alturas, la decisión la tiene más que tomada y la hará saber cuando lo considere mejor para sus intereses.

La pregunta que quizá es más importante es si Díaz tiene algo que aportar a la política nacional o el suyo va a ser un experimento con poco fuelle que, al final, se va a concretar en que su carrera política tenga recorrido y poco más. Digo esto sin poner en cuestión su competencia política, que ha demostrado sobradamente sacando adelante leyes importantes. Eso sí, hay que reconocerle su capacidad camaleónica para fundirse con el paisaje y así no meter la pata, para estar y no estar con Podemos, para avalar sin ‘mojarse’ las políticas más controvertidas de Sánchez.

En cuanto a su conversación con la sociedad a través de Sumar, como eslogan queda muy bien, pero no va más allá. También ha acertado en su manera de estar en la vida pública, ya que el hábito sí que ayuda a hacer al monje. Y ella ha sabido vestir el cargo de vicepresidenta del Gobierno. Seguro no habría cometido la falta de respeto e incorrección, amén de horterez, de la embajadora de España en el Vaticano, la exministra de Educación Isabel Celaá, que se presentó en la capilla ardiente del papa Benedicto vestida como si se fuera a tomar unos ‘chiquitos’ por Bilbao.