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Aún no se sienten los frescos otoñales en Palma cuando ya aparecen por los barrios las cuadrillas colgando las luces de Navidad. «¿Ya la Navidad? Todavía hace calor». Pues sí. Días después aparecen los turrones y polvorones en los supermercados, con los enormes árboles navideños que nos advierten de que se aproxima algo muy grande. Tras ello las ofertas, disfrazadas de Black Friday, porque el gran evento es ¿también? consumo y consumo.

Cuando era pequeño, todo esto me impactaba: el mundo se preparaba ruidosamente para una celebración inusual, pese a que en Uruguay hace 103 años que no existe la Navidad ni Reyes sino el día de la Familia y el del Niño. Los políticos iban cien años por delante, pero en la calle Papá Noel y Melchor, Gaspar y Baltasar siguieron mandando, aunque fueran políticamente incorrectos. (¡Hey, podemitas! ¿no es esta una buena idea para montar otra controversia que nos divida?)

En diciembre, el municipio convoca al encendido de la iluminación que definitivamente nos sume en la celebración festiva. O nos conduce a ella. Porque para mí las luces y los villancicos no son sino la señalética que nos guía hacia el gran evento. Nos iluminamos para prepararnos, para estar listos, para lo que viene. En casa, a buscar musgo para decorar un belén como toca, con las piezas que llevan once meses guardadas en un desván. Otra ceremonia, otra preparación, otra espera del gran momento.
Entonces empiezan los regalos: cestas, cajas, bebidas y juguetes. Una vez incluso llegó a casa un jamón con cuchillo jamonero, porque durante un tiempo tuve vínculos con un organismo público donde el dinero justamente no era de nadie.

Y la familia: viajamos el 24 aquí, el 25 allá, la Segona Festa en este otro lado, nochevieja en… y finalmente Reyes en casa. O sea una agenda negociada, anticonflictos, a prueba de maledicencias, en busca del gran acontecimiento.

«Molts d’anys por si no nos vemos», decimos desde mediados de diciembre. Un regalito a la que cuida la abuela; el cambio al de la gasolinera, y una botella para el repartidor del periódico que cada mañana llama a la puerta. A medida que se acerca el día, fiestas para los niños, cenas de empresa, abrazos porque viene la felicidad. Y en todas las casas se ha colgado un Papá Noel que trepa por el balcón, o unas luces intermitentes, o un trineo virtual. La preparación de la fiesta es tal que proclama que el acontecimiento va a ser grande, la felicidad tiene que ser muy feliz porque todo esto no es más que la aproximación, la ‘previa’ al partido.

Cuando ya sólo quedan horas, la tensión se traslada al teléfono. Antes Telefónica cobraba una tarifa política en estos días; ahora todo cabe en la tarifa plana. Que queden claros los mejores deseos: a más amigo y más cercano, más personal. «Que lo pases con los tuyos». «Que seas feliz». Uno hace introspección y piensa, hoy sí, hoy lo pasaremos bien. Será un día muy feliz. Este año, al menos uno.
Hasta que de pronto en el siguiente mensaje leemos: «Espero que lo hayas pasado bien, rodeado de los tuyos». «¿Qué tal las fiestas?» te dicen a la mañana siguiente. «Sí, bien, en familia». Sea lo que fuere que esperábamos, ya pasó. Sin notarlo. ¿Eso era todo? ¿Tantos meses de preparación, tanta ceremonia de aproximación, tanto esperar el momento mágico y este al final casi no existe?
Yo siempre he visto las Navidades como un «antes de» y un «después de», porque el momento, ese estallido de felicidad apabullante, no lo llego a vivir. O si es, es brevísimo. Es como subir un puerto de montaña para bajarlo de inmediato. Como el cambio de año: pasamos de esperar que llegue a recordar que ya pasó.

Todo es aún más breve desde que nuestras sociedades carecen de sentido religioso. ¿Qué hemos preparado con tanto esmero? ¿Una cena? ¿Poner unos calzoncillos y un pijama en unos zapatos? ¿Era eso? ¿Tanto despiporre, tantas luces, tanto Papá Noel para eso?

Las Navidades son un resumen de la vida: dedicamos todo al futuro o al pasado, pero no al presente. Siempre estamos en transición. «Estoy aquí un tiempo, pero cuando me asiente buscaré algo mejor». «Esta casa no es la que quiero, estoy viendo otras para cuando pueda». Siempre en transición. Y al final la aproximación a ese algo grande es la vida: toda la energía se va en preparar un gran momento que casi nunca existe. Ahora porque soy demasiado joven y me estoy preparando; después porque estoy introduciéndome; hasta que un día nos descubrimos contando los años para jubilarnos, porque el momento ha pasado. Se nos ha ido todo en una enorme preparación de lo efímero, de ese segundo al que no le entendimos el sentido.