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Si hemos dedicado un tiempo a hacer balance del año que termina, el siguiente paso es mirar hacia el horizonte y tratar de vislumbrar qué es lo que nos depara ese ignoto destino que parece empeñado en jugar con nosotros. El paisaje que se asoma al otro lado de la línea que nos separa de 2023 es muy diferente si escuchamos a unos u a otros. Todo depende del color del cristal con que se mira. Y, desde luego, de quién es el que aporta la información o la opinión. En este país es habitual prestar oídos a la clase política, que todos sabemos que vive en otro mundo paralelo y, además, está volcada en conservar el sillón ahora que se acercan las elecciones. Sus palabras estarán llenas de prodigios si proceden de quienes ocupan el poder; y, por el contrario, dibujarán un panorama desolador si escuchamos a los de la oposición. Ninguno de ellos es un interlocutor fiable. Entre otros motivos, porque tampoco están autorizados a revelar las verdades que conocen. Los economistas son otra fuente de información, aunque los hay agoreros y optimistas. Los primeros pintan un año 2023 poco menos que aterrador. La subida del precio del dinero dispara el coste de los préstamos y eso afecta a los intereses de la deuda nacional, que hay que pagar religiosamente si queremos mantener la prima de riesgo en la zona aceptable. Muchos se habrán olvidado ya de ella, pero ahí sigue, y en los dos últimos meses ha subido un veinte por ciento, cosa nada recomendable. Las bolsas se derrumban, crece la deuda soberana, corporativa y privada, los intereses nos asfixian, el euro se devalúa y eso nos cuesta dinero. Un horror. En fin, que casi es preferible oír los cuentos de los políticos, en sus felices mundos de Yupi.