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Sea cual sea nuestra opinión sobre este Mundial, veamos o no los partidos por televisión, nos guste o no lo que pasa, cada día, desde que nos levantamos y salimos a la calle (y quién sabe si cuando dormimos) jugamos en Qatar. Porque cada acto es una elección y cada elección tiene consecuencias. Y eso viene sucediendo desde que el mundo es mundo. Unos vaqueros rotos y desteñidos, una camiseta de color lila (quizá una americana berenjena, por aproximarse a cierta actualidad) o una corbata lisa o estampada pueden ocultar sangre, sudor, lágrimas y salarios miserables si escarbamos en sus procesos de confección. Incluso pueden ser fruto de la esclavitud. Una tranquila zambullida en el Mediterráneo una noche de verano puede coincidir, a millas marítimas de distancia, con el naufragio de una patera y decenas de cadáveres flotando en ese mismo mar. Ese acto de twittear en contra de la infamia del Mundial de Qatar no sería posible, seguramente, sin ese pedacito insignificante de coltán imposible de distinguir en la batería del móvil (sea un teléfono inteligente o tonto) y que puede ser botín de guerra y luchas de clanes en un país africano al otro extremo del mundo. Cada acto es una elección y cada elección tiene consecuencias; además de generarte dudas éticas o morales. ¿Si hay esa llamativa rotación de personal en el supermercado de la esquina no será porque se acaban los contratos antes de convertirse en fijos? Cada día aceptamos jugar en Qatar y en algunas profesiones más que en otras. En el periodismo, por ejemplo, elegir palabras tiene más consecuencias porque quedan impresas y, además, pueden llegar a titulares. Y titular es optar por una interpretación de la realidad. Jugamos en Qatar en cualquier gesto, en la vida privada y en la laboral. Cualquier acto puede ser un puntapié, no ya a un balón sino a la bola del mundo. Y a nuestras cabezas.