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Extremadura y Andalucía siempre han sido tierra de grandes cotos de caza, explotados por el aristócrata de turno, poseedor de inmensas extensiones de tierra reservada a su solaz y la de sus amigotes. Lo hemos visto cuando en ese pequeño círculo privilegiado han entrado políticos o nuevos ricos, que han corrido a mostrar al mundo cómo acaba una de esas jornadas cinegéticas, con machotes rifle en mano posando satisfechos junto a un montón de animales muertos. Todo ese acervo acumulado desde el medievo vuelve incomprensiblemente a la actualidad. Ya se hace en Extremadura y ahora se apunta Andalucía al aprobar que los escolares de la comunidad reciban formación sobre caza. La caza es lo que es, por mucho que quiera disfrazarse para adaptarse a lo políticamente correcto: matar animales.

En nuestro tiempo, por puro placer. Casi siempre masculino. Un vestigio del tiempo en el que el macho alfa de la tribu resolvía la supervivencia del grupo a base de arrojo, pericia y violencia. Por fortuna, esa época ha quedado muy atrás y ahora tenemos otras formas de subsistir. Dirán los cazadores que si no matan la naturaleza no es capaz de regularse por sí misma. En fin. La idea de que los chavales se familiaricen con las especies autóctonas me parece fenomenal, que suban al monte a hacer ejercicio y disfrutar de las vistas, también. Que vean en esos animales un objetivo a abatir para despellejarlo, desangrarlo, trocearlo y meterlo en una cazuela me resulta más raro. Cruel. Innecesario. Que se les anime a coger un arma, cargarla, apuntar al corazón o la cabeza de un animal salvaje ya me parece demencial. Claro que en Extremadura y en Andalucía la caza sigue siendo un gran negocio. Por ahí deben de ir los tiros.