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Hubo un tiempo no tan lejano en el que la izquierda se definía, entre otras cuestiones, por ser atea, pacifista, feminista e igualitaria. Se debatía en las tertulias de los grupos políticos cómo repartir la riqueza, universalizar las libertades y los derechos de todos los seres humanos y luchar contra quienes pisoteaban sin piedad esos sagrados valores. Hoy sorprende la noticia de que los partidos izquierdosos catalanes han cerrado filas en torno a un tal Mohamed Said Badaoui, un marroquí de cuarenta años afincado en Reus al que la policía quiere expulsar del país por considerarlo un potencial terrorista, un riesgo para la seguridad nacional. Alegan que esa suposición no puede demostrarse y que la orden de expulsión puede ser arbitraria. Supongo que si la intención policial fuera librarse de cuanto inmigrante sin papeles convive entre nosotros, no darían abasto. El caso es que este hombre es un salafista radical, es decir, que su ideario se basa en la interpretación más literal de los libros sagrados del Islam, escritos en el siglo séptimo. Es decir, que, al margen de que pueda ser un terrorista o no –solo una de las facciones salafistas es partidaria de la violencia–, seguramente será homófobo, machista, ultrareligioso y partidario de una sociedad retrógrada dominada por los fanáticos líderes que defienden esa forma de pensar. En otros tiempos a todo eso se le llamaba derechona rancia, una concepción de la derecha que ya prácticamente nadie se atreve a defender en Europa, pues no pasa el más leve filtro democrático. Pues aquí, mira, es la izquierda la que defiende sin miramientos a alguien de esa cuerda. ¿Porque es miembro de una minoría? ¿Porque es la policía española la que quiere expulsarlo? ¿Por ser, simplemente, vecino de Reus?