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A penas nos han permitido sacar la cabeza fuera del agua después de tenernos hundidos en el terror durante dos años. Los que han disfrutado de la recuperación de su empleo y su salario, de pasar algún tiempo con su familia y amigos, de hacer cosas normales, vuelven a cerrar el pico –y el bolsillo– porque nos dicen que la que viene va a ser la madre de todas las crisis. Ríete tú del crack del 29 que vivieron mis abuelos, de la posguerra y la crisis del petróleo del 73 que les tocó a mis padres, la de 2008 que nos hemos comido nosotros y la pandemia de nuestros hijos. Lo de ahora es una suerte de ‘fin del mundo tal como lo conocíamos’ o algo así de aterrador. Pero no para todos. Aquí todavía hay clases. Y el Banco de España, que es una especie de dios todopoderoso, cruel y vengativo, exige que se reparta la pérdida de bienestar anunciada, también entre los pensionistas. Claro, nos cuestan diez mil millones de euros al mes –catorce pagas– y eso es una barbaridad a todas luces. Pero no porque cobren pensiones millonarias que les permitan vidas a todo lujo, sino porque son muchos. Tanto como diez millones y subiendo. Ahora vendrán los boomers a unirse a la fiesta y eso es lo que realmente temen los mandamases. Esa generación supernumerosa es consecuencia de la política natalista de la dictadura franquista. Había que llenar el mundo de españoles, esa raza irrepetible, y se animaba a tener muchos hijos. Ahora se jubilan tras trabajar durante cuarenta años y toca apechugar y pagarles por el esfuerzo realizado. Lo patético es que los gobiernos de ahora repiten el mantra de la natalidad y, a falta de eso, de traerse extranjeros que sí deseen tener más hijos. Cuando lo ideal sería decrecer y crear un país más pequeño, mejor formado, más eficiente y mucho más sostenible