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El otro día, Sofía, mi hija pequeña, me preguntó de qué equipo éramos. «Del Mallorca», le dije. «No, me refiero a si somos del Madrid o del Barça». «¿Y por qué se supone que deberíamos ser del Madrid o del Barça?», pregunté yo. «Pues porque todo el mundo es del Madrid o del Barça». «¿Ah, sí?». Abrí mucho los ojos, como si aquello me sorprendiera verdaderamente. «Sí», me explicó mi hija con paciencia, «en clase todos son del Madrid o del Barça y ayer me preguntaron a cuál de los dos prefería». «¿Y tú qué dijiste?», quise saber. «Que no era de ninguno». «Muy bien», sonreí. «Ya, pero los niños insistieron, dijeron que eso no valía, que tenía que ser de uno de los dos», se lamentó Sofía. «¿Entonces?». «Pues dije que del Madrid porque en clase hay más del Madrid y para que me dejaran de preguntar, pero a mí no me gusta el fútbol». «Está bien que no te guste el fútbol, tan bien como que se crean que eres del Madrid o del Barça, pero te voy a decir un secreto». Hice una pausa dramática. Esta vez fue mi hija la que abrió mucho los ojos. «No se lo digas a los abuelos, que a lo mejor se enfadan, pero ser del equipo del que es todo el mundo, ya sea el Madrid o el Barça, tiene un puntito vulgar. Puestos a ser de algún equipo, mejor ser del Mallorca, o del Baleares». Sofía sopesó mi respuesta. «¿Y podemos ser de esos dos?», preguntó. Lo pensé unos segundos. «Si quieres ser feliz», dije, «mejor no seas de ninguno».