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Periódicamente, los medios de comunicación locales se hacen eco del problema que subsiste en bastantes municipios de Mallorca, en los que el agua que proporciona la compañía suministradora no es potable.

En algunos, como Manacor, parece que se están tomando medidas para solventarlo en unos años, porque, con una población de más de 40.000 habitantes, hay dinero a ganar; pero en otros, como ocurre con casi todos los del Pla, no hay el más mínimo interés comercial por parte de las empresas, y los alcaldes se desesperan porque un servicio esencial como este no puede garantizarse a toda la población. Obviamente, cualquier proyecto de conducción de agua hacia el interior de la Isla excede por completo la capacidad financiera de la mayor parte de los municipios, incluso de la propia Mancomunitat del Pla.

Hace unas semanas, Ultima Hora informaba señalando aquellos municipios que proporcionan agua potable y aquellos otros que no, en todo o parte de su término. Sencelles, por ejemplo, tiene núcleos con agua apta para el consumo humano y otros en los que no.

Algaida, en cambio, engrosaba la lista de los municipios en los que sí sale agua potable por el grifo, pero su segunda población en importancia, Pina, con casi 700 habitantes censados, recibe un agua de la que se aconseja no solo no beber, sino ni siquiera cocinar, debido a la alta concentración de nitritos. El problema es general en casi toda la comarca.

Me pregunto cómo un Govern supuestamente ecologista sigue tolerando que miles de mallorquines se vean obligados a consumir garrafas de agua embotellada para beber y cocinar, envases que acaban generando un enorme impacto ambiental. Quizás Miquel Mir pueda explicar por qué entre las prioridades inmediatas de su conselleria no está parar este grosero atentado contra el medio ambiente, especialmente ahora que Francina Armengol saca pecho de los presupuestos más expansivos de la historia de la CAIB.

Pero el asunto del agua no solo repercute en el ámbito medioambiental, también es una cuestión de salud pública y consumo, de manera que la consellera Patricia Gómez no puede tampoco taparse los ojos ante esta penosa situación, que se arrastra desde hace años sin que se haya avanzado un ápice.     

Quienes no pueden asumir el coste semanal del agua envasada están consumiendo un producto nocivo para su salud, incluso potencialmente cancerígeno, de manera que también en esta materia existe una brecha social. Lo chusco es que el agua se paga al mismo precio, tanto si es potable como si no, lo cual es un auténtico disparate y un agravio.

El agua no puede ser un lujo. No hablamos de su sabor o de otras características que afectan a la simple percepción del consumidor, sino de que, en pleno siglo XXI, una administración europea no pueda garantizar agua en condiciones salubres a sus ciudadanos.

Obviamente, las compañías suministradoras no son inocentes. Bien se cuidan de financiar aquellos proyectos de los que extraerán un beneficio inmediato, aparcando aquellos otros que requieren mayor inversión y menor rédito.

Pero la responsabilidad de hacer cumplir la ley es, exclusivamente, del Govern.

Si en lugar de tanta doctrina, los cargos públicos se dedicasen a resolver los problemas esenciales de la gente, otro gallo nos cantara.