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Entro en casa de Bea, mi pareja, e ‘Hiru’, su perrita yorkshire, se vuelve loca al verme, corre de contenta, salta como posesa, ladra feliz y se pone a lamerme la cara como si fuera un festín. Este recuerdo se me reproduce constantemente y me hace sentir reconfortado. Mas cuando el cuerpecito de ‘Hiru’ dijo basta, no más, Bea procedió a llevarla al veterinario para que descansara de una vez por todas. Estábamos en la pequeña consulta de la clínica veterinaria ‘Hiru’, Bea y yo, y la perrita se tumbó por última vez a la espera de que le fuera suministrada aquella poción mágica que la transportaría a no se sabe donde, pero a un lugar en el que su cuerpo no estuviera castigado por un cáncer maligno.

En esos momentos a la cabeza le da por especular que no hay más prueba de amor que estar presente en el momento que un ser vivo se dispone a partir. Porque existe una cierta placidez en el momento de contemplar la muerte que te llena de calma y sosiego, una extraña sensación de antigravedad que te hace flotar por encima de ti mismo. ‘Hiru’ se fue y me dio por pensar que me gustaría fallecer así: conducido por alguien que me sugiera: eh, tío, basta, tu cuerpo no da para nada más y no es higiénico que sigas arrastrándote.

Es singularmente curioso que un pequeño ser te haga sentir que existen vías alternativas al amor convencional: voy desde la plaza París a 31 de Diciembre por la calle Joan Massanet i Moragues. Bea me espera a la vuelta de la esquina. ‘Hiru está jiñando en ese preciso momento. Me ve a unos metros, se agita, se sacude, sale disparada a mi encuentro rebosante de alegría con el zurullito colgando a medias. Y me ladra feliz. El zurullito salta por los aires y ella me chupetea el rostro. Debe ser amor.