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De los codazos para salir en las fotos en todas las grandes ferias turísticas a plantearse la prohibición pura y dura de la promoción de las Islas, o del SOS Turismo de hace menos de un año al desgarro de vestiduras por la saturación de visitantes, «sensación» lo llama el conseller Iago Negueruela, media la inconsistencia, la constante improvisación y la incapacidad para diseñar estrategias más allá de los intereses electorales inmediatos de la izquierda instalada en el Govern y en las instituciones de Baleares.

Las hojas de ruta para las siguientes generaciones para salvar a Baleares de Més y Podemos son sinónimo de restricciones y prohibiciones, planteamiento que sigue el PSOE, aunque con la boca pequeña, por si acaso: no sobran turistas, ha dicho el portavoz del partido, y «los trabajadores huyen del debate sobre la saturación turística», de nuevo Iago Negueruela. Las medidas adoptadas, ley turística, limitación de plazas y demás fanfarria propagandística son mera palabrería. El mantra es el nuevo modelo económico, que se queda en los adjetivos: circular, sostenible, ecológico, inclusivo y etcétera. La manipulación de la semántica alcanza hasta el extremo de llevar a los socialistas a dar por logrado «el cambio» para encarar ahora «la transformación». Se acepta la carcajada.

El objetivo más o menos explícito es que las Islas sean un coto cerrado en exclusiva para las clases pudientes europeas y nacionales, lo cual en el fondo no deja de ser una patada a la solidaridad, supuesta seña de identidad de la izquierda. Las vacaciones pagadas de los trabajadores y clases medias de toda Europa fue en el siglo pasado quizá el mayor avance social de la postguerra mundial. Junto a las crecientes facilidades para viajar constituyó en su momento una base del llamado Estado del Bienestar promovido por la socialdemocracia después de la gran conflagración y, al mismo tiempo, significó en Baleares la posibilidad de dejar atrás la economía de supervivencia para subirse al tren del desarrollo que aportaba el turismo. En esos tiempos, los dirigentes de izquierdas de Baleares habrían sido considerados unos desclasados.

Las apelaciones al decrecimiento no disimulan la ecuación propuesta: menos turistas y por consiguiente menos personas que pretendan venir a las Islas a buscarse la vida con el fin de levantar los diques que se pretenden: frente a las oleadas turísticas y también al constante incremento de la población. De convertirse en realidad, no se acabaría con los atascos, símbolo supremo de la masificación turística. En invierno, en temporada baja, también hay problemas graves de circulación, en buena medida porque en los últimos quince años no se ha movido una piedra para ir adaptando las infraestructuras a las nuevas realidades sociales, y lo mismo vale para la vivienda y los recursos básicos.

Sin embargo, las leyes del mercado son inapelables y de cumplirse los aciagos vaticinios económicos para el inmediato futuro –inflación desbocada, emergencia energética, si el Gobierno afirma que no habrá cortes de luz y gas hay que echarse a temblar– y sus consecuencias sobre los mercados turísticos de Baleares, se invertirá el sentido de la competición actual y será de ver quién desarrolla la promoción turística más efectiva. Al tiempo.