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La muerte de Mijail Gorbachov me retrotrajo a aquellos tiempos –para los que los vivimos, tan cercanos– en que el mundo parecía encaminarse al fin definitivo de los bloques. China, que apenas despertaba de la pesadilla del maoísmo, no ocupaba entonces el papel de principal potencia antagónica de Occidente.

A los españoles todo aquel proceso que se vivía en la URSS nos era especialmente familiar. No es posible obviar el paralelismo entre la reforma política nacida de las cortes franquistas a instancias de importantes miembros del mismo régimen que a la sazón se autodestruía y los acontecimientos que menos de diez años después se produjeron en la Unión Soviética.

Gorbachov comprendió que era insostenible mantener la oxidada e ineficaz maquinaria comunista, que funcionaba a base de reprimir las libertades más elementales y que era preciso iniciar una nueva vida en la que las repúblicas sometidas, bien dentro de la unión o como países satélites –mediante el COMECON y el llamado Pacto de Varsovia–, necesariamente deberían elegir su futuro. Era ya entonces evidente que la transparencia y la democratización impulsadas por Gorbachov –absolutamente incompatibles con el comunismo– iban a acarrear la propia disolución de aquel mamotreto sustentado en carros de combate y en el Gulag.

Adolfo Suárez, en otra escala geoestratégica diferente, cierto, capitaneó en España un tránsito muy similar, y uno de sus principales éxitos fue precisamente que la Transición no acabase con la disgregación de nuestro país en diferentes entes nacionales, aunque ese hito costase centenares de víctimas del terror etarra y el secesionismo intentase revivir cuarenta años más tarde lo que hubiera constituido un error imperdonable.

Gorbachov ha sido despreciado y vilipendiado tanto por el comunismo ruso y sus últimas excrecencias –Cuba, Venezuela, Nicaragua, Corea del Norte, China, Mongolia…– como, curiosamente, por el neoimperalismo ruso de Vladimir Putin, lo cual aclara cuáles son los referentes comunes de unos y otros.

Gorbachov odiaba la guerra y las consecuencias del atrincheramiento del bloque comunista, dispuesto a contener a sus depauperados ciudadanos dentro de sus fronteras bajo la fuerza de las armas. Resulta irónico que aquellos que se enriquecieron a raíz de aquel proceso de tránsito sean los mismos que ahora abominan de su figura.

Hoy se echa de menos en Rusia la defensa de los ideales aperturistas de Gorbachov. El comunismo ha dado paso en el poder a un fanatismo nacionalista dispuesto a sacrificar vidas de propios y extraños con la fantasía de revivir un esplendor imperial que solo ha existe en las mentes de aquellos que viven de esta quimera. Ni en tiempos de Catalina la Grande el imperio ruso fue sostenido por nada distinto que el sometimiento por la fuerza y la explotación de las clases humildes. El comunismo nació, precisamente, para acabar con aquella tremenda injusticia social, pero ha terminado por emular todo aquello que decía combatir. Al neoimperialismo ruso de Putin le pasa exactamente igual, pues no consigue superar ni uno solo de los reproches que se podían hacer a la dictadura comunista de la URSS. Gigantes como Suárez o Gorbachov trajeron esperanza a sus pueblos. Putin, como Stalin, los masacra con baterías Katiusha.