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Cuando los datos acompañan poco a los discursos apocalípticos, los opositores buscan nuevos nichos de debate. Los que se dedican a la economía, en los campos docente, de investigación y divulgativo, que trabajan con informes abundantes, estadísticas de procedencia pública y privada, comunicaciones con personas relevantes en empresas, fuentes diversas (archivos, documentación empresarial) y tienen un prurito profesional –que no elude errores que se van a cometer– saben que vivimos una coyuntura en la que las certezas no abundan. Los datos actuales (los hemos ido exponiendo en esta columna en distintas entregas; omito repetirlos de nuevo) no son tan malos, mal que les pese a los agoreros divulgadores. Por ello, lo del prurito profesional es importante: hay mucho charlatán que emite diagnósticos y acertijos catastrofistas a futuro, con una vehemencia pasmosa: sin leer más datos que la fe en el desastre. El titular mediático manda.

La incertidumbre domina el tiempo presente. El principio de incertidumbre no proviene de la economía, sino de la física: de Werner Heisenberg, que afirmaba que no se podía predecir el futuro con precisión, sino tan solo probabilidades de que sucediesen ciertos acontecimientos. Cuando las proyecciones de instituciones económicas de todo signo, públicas y privadas, señalan –con prudencia– que la guerra y su derivada más directa, la inflación, son condicionantes clave que lastran la certeza en las previsiones futuras, pero anotan que, a pesar de eso, no estamos antes las puertas del apocalipsis, los que aventuran –sin mácula– catástrofes inmediatas se incomodan.

Nionel Roubini, un economista que predijo la crisis inmobiliaria de 2008 –no fue el único: de forma más científica lo había señalado Steven Keen, un economista esencial– acaba de publicar un artículo en el que otea la debacle. Esta vez su diagnóstico descansa sobre pilares endebles. Todo en línea similar a la que otros economistas españoles auguraron tras la pandemia: que el paro llegaría al 30%, que las empresas cerrarían y que estimular el gasto público era la antesala del infierno. Por fortuna, ni el Banco Central Europeo ni la Comisión Europea les hicieron caso. Ahora, todas las instituciones actúan y emiten mensajes cautelosos, que no ignoran una realidad muy difícil, pero que no se instalan en el derrotismo. La vehemencia irresponsable del hundimiento absoluto, sin atender a las variables conocidas, solo está en determinadas mentes. No les hagan caso.

Ante esto, ¿qué se hace desde palestras políticas? Azuzar otros factores. Ya sea el medio de transporte en el que se traslada un presidente del gobierno, ya sea proclamando las mismas recetas, invariablemente, sin responder a los grandes retos económicos, sociales y ecológicos presentes. Retórica vacía, que no entra en un debate de ideas, de propuestas, de programas, de actuaciones. No conocemos esto; tan solo que un nuevo presidente no utilizaría un determinado avión para viajar, eludiendo responder a esos retos antes enunciados. Pesa un electoralismo zafio, acientífico, huérfano de honestidad intelectual. Schrödinger, otro gran físico, les mandaría a la caja: con el gato.