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Cuando quiero saber quién fui, busco libros que leí hace tiempo –en general, todos tienen la letra más pequeña de lo que recordaba o, por un extraño fenómeno, el paso del tiempo hace que las letras de los libros se reduzcan una vez leídos– y busco los párrafos que subrayé. Hay párrafos que volvería a subrayar tal cuál pero me sorprendo con frases que destaqué, que me parecen auténticos despropósitos e, incluso, no me reconocería en ellas.

Supongo que hoy añadiría interrogantes en eso que subrayé o algún comentario de mi cosecha, no sé. Hace muchos, muchos años (y eso lo observé durante los días de vacaciones; días, por cierto, que también se hace más cortos de lo que habías calculado e igual que la letra de los libros se vuelve más pequeña con el paso de los años, los días de vacaciones pasan más rápido que los del resto del año); hace muchos años –digo– o yo, o mi yo del pasado, también dejaba una pequeña señal, un puntito o así, allá donde paraba la lectura. De aquella época son los libros de Bruguera que llevaban en su lomo retratos de sus protagonistas.

Me fijé especialmente en un Robinson Crusoe. Supongo que como había tan pocos personajes, Robinson y Viernes, y el lomo incluía cuatro ‘caretos’, incluía un loro y alguien llamado don Lope, que la verdad no recuerdo qué papel jugaba en esa historia. Prestar un libro subrayado supone un gran esfuerzo o es una muestra de confianza ya que es como mostrar tu intimidad. Y si leer un libro que habías subrayado te puede deparar más de una sorpresa, luego está lo que te puede suceder leyendo textos que has escrito en el pasado. Un amigo me contaba el otro día que se puso a leer un artículo y que le pareció una opinión muy coincidente con lo que pensaba. Lo había escrito él y lo había olvidado. Pero también se da la situación contraria: no reconocerte en lo que algún yo del pasado escribió una vez.