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El 26 de septiembre de 1988, Salman Rushdie publicaba su obra Versos satánicos. El 14 de febrero de 1989, el ayatolá Jomeini, autoridad máxima política y religiosa de Irán en aquel momento, solicitó la muerte del escritor proclamando una fetua u orden de ajusticiamiento allí donde quiera que se le encontrara. Ese mandato se ha cumplido en Estados Unidos en grado de tentativa, es decir, el autor ha sido atacado pero no asesinado. De acuerdo con las últimas noticias, Rushdie se encuentra todavía con vida y ha dado indicios de recuperación… si se puede llamar vida a la clase de existencia que habrá tenido que bandear un sujeto permanentemente vigilado por orden del Gobierno británico para garantizar su seguridad.

Pero la ofensa a los demás es siempre en grado de tentativa. Por aquello de que no ofende quien quiere sino quien puede, cabe preguntarse a quién o quiénes ha lastimado realmente el libro. Todo conduce una vez más a la consabida cuestión: ¿Dónde empieza y dónde termina la libertad de expresión? Una actitud sensata responde aquello de a palabras mojadas, oídos impermeables, pero la realidad es que la sensatez es difícil cuando se está tratando de tirar por tierra una secular, poderosa y vibrante cultura milenaria que ha dejado sus huellas en la toponimia –Alcudia, por ejemplo–, en el legado monumental –La Almudaina, entre otros– y somo sustrato lingüítico –aljibe, almenara... Y por supuesto mantiene su presencia en todo el mundo.

Cuando se trata de destruir conceptos que le exceden a uno de una manera tan desigual, solo cabe confiar en que, en grado de tentativa, el sujeto vuelva sobre sí mismo, procure rectificar y, por lo menos, respetar aquello que, hasta ahora, no le ha sido dado comprender. Tal vez así algún día entenderá que Dios lo abraza, lo alcanza y lo perdona todo. No así Satanás.