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El alivio que sentimos al salir de la fase más crítica de la pandemia nos hizo desear recuperar lo que habíamos perdido. Ganas de quedar con amigos y familiares, deseos de viajar, o de algo tan sencillo como bajar al centro a comprar un vestido nuevo. Bares, restaurantes, aeropuertos... de pronto todo volvía a su imagen de siempre, incluso más colapsada que antes. Nos contaron entonces que el parón de la industria en China provocaría problemas de suministro de bienes, llegó después la invasión rusa de Ucrania y los consecuentes conflictos con el gas que nutre las fábricas y las calefacciones de Europa y con algunos alimentos básicos, pues el país del Este es la despensa de la que comemos. Y nosotros, sin enterarnos. El caso es que, de pronto, algunos productos duplicaron y hasta triplicaron su precio en el supermercado, las gasolineras cambiaron al alza sus exigencias un día tras otro y nos atemorizaron con la idea de que este invierno no habrá pan ni leche ni no sé cuántas cosas más. El caso es inocularnos la dosis diaria de miedo, de terror. Nos quieren –ignoro la razón– aterrados, acobardados y en casa. Encerrados. Ya se vio lo que ocurrió cuando se materializó ese deseo: la economía mundial colapsó (aparte del costo sanitario y humano). El chiste está en que ahora se han dado a conocer los resultados de algunas de las empresas supuestamente afectadas por esta nueva crisis. Las petroleras más importantes registran ganancias récord –varias triplican beneficios– y lo mismo ocurre con algunas de las grandes cadenas de supermercados españoles. Estas subidas desorbitadas de precios ¿están relacionadas con Ucrania o en realidad no es más que una muestra de su enorme jeta y nuestra ingenuidad y nuestro silencio cómplice?