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Hay una de esas pelis catastrofistas que me encantan, El día de mañana, que habla del cambio climático. Después de las peripecias infernales de los protagonistas, el detalle más significativo y original de la trama es el final: una interminable cola de estadounidenses llamando a las puertas de la frontera mexicana para pedir asilo. La conjetura, los países pobres del sur tendiendo la mano a los antaño todopoderosos del norte, podría hacerse realidad en los próximos meses. No será, como en el filme, una situación medioambiental extrema, sino consecuencia de la guerra de Ucrania. La respuesta del ‘mundo libre’ a la agresión militar ha sido una serie de sanciones que parecen haber provocado una estentórea carcajada en el líder ruso.

Él tiene la llave de la caja fuerte: suministra gas y petróleo a Europa y, sin ellos, el invierno puede ser durísimo. No solo porque el norte y el este del continente dependen de la calefacción para no morir congelados, sino porque la potente industria alemana –la cuarta economía del mundo– necesita ese carburante para seguir en pie. Europa, que parecía una sólida construcción, resulta que tiene los pies de barro y quien la sostiene es Rusia. Hasta ese punto de dependencia hemos llegado. Ahora, Vladímir Putin quiere negociar: abro el grifo del gas si levantas las sanciones. Chantaje lo llaman algunos. Supervivencia, otros.

El caso es que países como España, que apenas dependen del gas ruso –nos provee Argelia– sería clave en este entuerto: Bruselas propone repartir el gas disponible en un esquema de solidaridad para que nadie pase calamidades. Como en la peli, los pobres del sur tendríamos que tender la mano para que los ricos del norte no mueran de frío ni acaben en el paro al cerrar sus fábricas.