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Decía Julio Cortázar que la distancia permite decantar la integridad –a autenticidad, en suma– de una ciudad. Él se refería a Buenos Aires, de la que formaba parte pese a no haber nacido allí y haber vivido su existencia adulta en París. Con Palma, como con cualquier ciudad que se ame, pasa lo mismo. Viví intensamente como palmesano mi adolescencia, mi juventud –con un obligado paréntesis barcelonés– y casi toda mi edad adulta hasta la primera fase de la pandemia.

Hace dos años, sin embargo, sin dejar de sentirme ciutadà, decidí por múltiples razones tomar un respiro de esa vida urbanita y regresar a un entorno que no me era desconocido –pues ya viví allí algo más de un año– en un pequeño pueblo del Pla cuyo nombre excuso compartir. Desde entonces, como si Cortázar hubiera preconizado una fórmula magistral, siento y vivo la profunda degradación de mi ciudad de una forma mucho más intensa, al tiempo que trato de analizar su realidad previa precipitación de prejuicios e ideas preconcebidas.

No, Palma no está mucho peor hoy porque gobierne un Consistorio socialista o comoquiera que ideológicamente se defina el Pacte de Cort. Palma agoniza porque, con independencia de sus ideas, quienes deberían regir las potencialidades de esta gran ciudad del Mediterráneo no han sabido captar en lo más mínimo su esencia y porque, además, son unos pésimos gestores. Daría exactamente igual que les encargásemos gobernar Soria, Chicago o una comunidad de vecinos; no saben más y punto.
Quien, como yo, se pateó hasta el último rincón de Ciutat en su juventud –años setenta, ochenta y primeros noventa– no puede por menos que deplorar en qué se han convertido el casco antiguo, la fachada y paseo marítimos, Santa Catalina o todo el levante del término municipal, por poner ejemplos claros.

Palma está sucia, descuidada, es una urbe insegura, progresivamente despersonalizada y carente de toda idea o proyecto común. Cort parchea sus decisiones al socaire de las redes sociales, y su alcalde está tan pendiente de su propia imagen que se ha quedado completamente ciego y es ya incapaz de percibir la realidad que le envuelve. Recuerdo mis muchas travesías en butaca en los canguros de la Tras cuando estudiaba en la Ciudad Condal y cómo, cuando el barco enfilaba nuestro puerto, se hacía realidad ante mí aquella coqueta capital que amaba profundamente y que me parecía el mejor lugar del universo, que lo era. Seguramente adolecía de muchos defectos, pero sus gobernantes transmitían ilusión y propuestas a la ciudadanía, atinadas o no.

Hoy, en cambio, se gestiona fundamentalmente en contra del adversario político, al que se demoniza, y el ciudadano es un mero espectador con el que únicamente se cuenta para recordarle cada cuatro años que debe acudir a las urnas a perpetuar a quienes precisan de la política para vivir porque no han hecho absolutamente nada más en toda su existencia. Hemos pasado de la política al servicio de las ideas a la política al servicio de los políticos. Por eso Palma duele especialmente a quienes no están involucrados en la lucha partidista que tanto ha desprestigiado la verdadera política, a los ciudadanos de a pie que no consiguen entender esta diabólica forma de funcionar y que, por si no lo saben, somos la inmensa mayoría.