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Uno de los signos distintivos de los avances sociales propios de nuestra civilización es la evolución de la atención dispensada a la salud mental. Días atrás, la presidenta Armengol se aprestaba a una de esas sesiones de postureo que tanto agradan a los políticos populistas, transvistiéndose de peón de construcción –con casco, chaleco reflectante y piqueta, pero calzando sus inefables sandalias–, para, demoliendo un pedacito del muro del hospital psiquiátrico palmesano, enviar al pueblo el mensaje de que la progresía acababa con un concepto carcelario de la salud mental.

El concepto, comprado en su integridad por algún columnista, es profundamente injusto con los profesionales de la psiquiatría de nuestra comunidad, muchos de ellos curtidos precisamente en el espacio que delimitaban esos muros. Trasladar a la ciudadanía la idea de que el antiguo manicomio provincial era una prisión para enfermos mentales supone ignorar que este establecimiento nació precisamente de las ideas más vanguardistas de su momento, encarnadas por los Dres. Jaume Escalas Real, Llorenç Villalonga, Joan Ignasi Valentí y por muchos otros psiquiatras que trataron de humanizar la atención a los trastornos de la mente que padecían los mallorquines, introduciendo en su tratamiento técnicas propias de la pedagogía o las terapias de trabajo.

En su época, el hospital psiquiátrico de Palma fue modélico e imitado internacionalmente. Los enfermos crónicos disponían de un huerto y hasta de una cierta independencia en aquel recinto. Las viviendas tuteladas de hoy no son sino la evolución natural de aquel concepto, acuñado hace cien años por jóvenes profesionales de la salud. Hoy, cuando la farmacopea ha evolucionado de manera exponencial con relación a la existente hace solo cincuenta años, es fácil hablar de integración e inclusión de las personas con enfermedades mentales. Pensemos que hace un cuarto de siglo había unos 750 internos en el hospital psiquiátrico y que actualmente son, aproximadamente, una décima parte. Derribar hoy aquellos muros es probablemente un gesto necesario, pero el mensaje politizado que se ha pretendido trasladar con ello constituye una indecente manipulación histórica, que pienso que el Colegio de Médicos no debería haber tolerado.

La creación de las Unidades de Salud Mental de la sanidad pública, más todos los gabinetes privados y unidades psiquiátricas de la sanidad privada han permitido el tratamiento ambulatorio de muchos enfermos que afortunadamente pueden vivir entre nosotros con un aceptable grado de normalidad, aunque algunos precisen supervisión de sus familiares o de las instituciones. Eso era, sencillamente, no solo impensable, sino materialmente imposible cuando se erigió el hospital psiquiátrico. En cualquier caso, y aunque hoy aquella concepción de la salud mental esté periclitada –un buen amigo me habla abiertamente de una generalización de las corrientes antipsiquiátricas–, no es de recibo que algunos aprovechen esta circunstancia para cargar contra esta especialidad médica y contra los profesionales que la ejercen, a los que debemos una función tan importante como la de hacer frente desde la ciencia a la mayor epidemia que hemos padecido en las últimas décadas, la de las enfermedades de la mente.