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ga de las instituciones, pero considero que cuando están ahí deben regirse por unas normas rígidas. De otro modo, no tienen razón de ser. Especialmente cuando esas instituciones representan el poder con todo lo que conlleva: imposición, fuerza, voluntad de perpetuarse en el tiempo. Por eso me asombra el vodevil que se ha montado en el Parlament balear a cuenta de los retratos de quienes han sido sus presidentes. Antaño presidir un parlamento era un honor destinado a muy pocos elegidos. La idea basculaba en torno a la creencia de que ese individuo era la cabeza visible de la ciudadanía en su conjunto, pues la cámara acoge a los representantes del pueblo.

Desde que la abstención es la fuerza que siempre gana las elecciones y el votante se ve forzado a elegir entre un cupo cerrado de personajillos que generalmente no le representan en nada, esa creencia se ha derretido como hielo al sol. Podemos decir que algún presidente del Parlament nos cae mejor que otro, es inevitable, pero la institución no va de eso. Va de mantener las formas, la pompa, la falsa creencia en pie. Porque si estalla la burbuja, la débil democracia que sostenemos como un juego malabar se va a la porra. Así que si el Parlament ha tenido trece presidentes, todos ellos deben estar retratados y expuestos en sus paredes. No me vale eso de «este solo estuvo unos días, el otro renunció y a no sé quién la sacaron por patas».

Eso son paletadas. Cuando uno, quien sea, ha llegado a presidir un parlamento, debe estar ahí. Será la historia quien juzgue su mandato, su trayectoria política, su legado. Que metan la pata, lleven melenas o acaben entre rejas entra dentro del relato político. La institución debe estar por encima. O desaparecer.