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Una de las industrias más contaminantes del mundo es la textil y, sin embargo, apenas hemos oído voces susurrando alguna queja sobre el disparate en el que se ha convertido el negocio de la moda. Cualquier ciudadano –las mujeres más– del primer mundo acumula en sus armarios decenas o centenares de prendas, zapatos, complementos y, pese a ello, no se cansa de seguir comprando, ahora on line, para intentar dar una imagen acorde a sus intereses. En estos últimos tiempos sí hemos visto algunas empresas que apuestan por utilizar en su ropa algodón ecológico y cositas por el estilo, gestos que no evitarán la polución, aunque sí mejorarán su imagen corporativa.

Se dirá que esa industria genera una enorme riqueza, especialmente en países pobres, y que da empleo a millones de trabajadores, desde los que cultivan la materia prima hasta los que fabrican, transportan, almacenan y venden. Aquí mismo son miles los comercios que se dedican a eso y todos los centros comerciales y grandes almacenes se fundamentan, en gran parte, en el negocio textil. Pero este argumento, que es cierto, se queda huérfano, porque podríamos alegar eso mismo respecto a la industria turística, que ha sacado de la miseria a regiones enteras y que hoy constituye fuente de riqueza para millones de personas.

Y, en cambio, no paramos de escuchar proclamas contra ella en todas partes. Si de verdad el cambio climático nos preocupa y en serio queremos dar un giro a este mundo demencial que hemos creado, lo que hay que plantear es un cambio de vida radical, una triste vuelta a los orígenes, a la existencia limitada y pobre de nuestros tatarabuelos, antes de que la revolución industrial y el progreso llegaran para dar una oportunidad a la clase trabajadora.