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El Estado liberal fue un invento de la burguesía ilustrada en su empeño por zafarse de las leyes y costumbres tradicionales que hábilmente manejaban a su antojo los caciques locales. El caciquismo, la versión menos lustrosa de la nobleza de rango inferior, se fortalecía en los pequeños territorios; cuanto menos comunicados y más aislados de las corrientes de pensamiento y modernidad, mejor. La mafia nació en Sicilia como una rebelión social, la de los caciques, contra el creciente poder de los reyes que ganaban implantación territorial de la mano del nuevo funcionariado de corte liberal. Los señores de la tierra, reminiscencias de origen feudal, pactaron entre sí fidelidades contra el Estado nacional que limitaba sus derechos ancestrales y cercenaba sus privilegios de casta. Lucharon contra los Borbones y se aliaron con los nacionalistas de Garibaldi comenzando las cadenas de favores entre los de la cosa nostra y el nuevo Estado. Luego, en la Segunda Guerra Mundial, pactaron con los americanos la liberación de Sicilia a cambio de la vista gorda para sus actividades.

La omertá, el pacto de silencio que protege al estado mafioso, no es menos impenetrable que las leyes constitucionales que protegen la arquitectura del Estado moderno y liberal, engullido, ahora, por la nueva nobleza del dinero escandaloso de las corporaciones especulativas y tecnológicas. Las mismas leyes progresistas, aún revolucionarias hace cien años, se han convertido en el mayor contrafuerte contra la evolución política del Estado. Iniciativas sociales avanzadas, en favor de dotar de mayor libertad y protección económica y social a los ciudadanos, topan con principios jurídicos constitucionales que sacralizan derechos adquiridos por encima de las necesidades del bien común. Las leyes que sacralizaron el derecho a la propiedad como absoluto, la dovela que asienta la pirámide jurídica de nuestro tiempo, también, es, el mayor escollo para la transformación del sistema social; explorando soluciones a la creciente injusticia que atenaza el futuro. Leyes avanzadas en reconocimiento de derechos, como el del aborto o la igualdad, topan con argumentarios iluminados por doctrinarios religiosos o por quienes fantasean con un edén a la medida de su ideología.

El anterior momento de crisis de pensamiento social estuvo marcado por la crisis del petróleo, a principios de la década de los setenta del siglo pasado. El incremento brutal del precio de la energía, multiplicando por cuatro el precio anterior en un año, frenó en seco la economía mundial. Como ahora con la invasión de Ucrania, las causas de la crisis fueron políticas: el plante de los países productores encabezados por Arabia Saudí por la invasión israelí del Sinaí (Egipto) y los Altos del Golán (Siria).

Como decía en mi último artículo, la respuesta social, y cultural, en aquellos años fueron los movimientos underground que, conformados alrededor del pacifismo, constituían sistemas coherentes de alternativa al sistema económico-social-cultural imperante. Eran ecologistas. Promovían alternativas de desarrollo económico basados en el uso racional de los recursos: tecnologías blandas, sostenibles se dice ahora, por encima de macro instalaciones que, concentrando la producción, precisan de complejas y costosas, en uso de recursos, redes de transporte.

Hoy, por el contrario, muchas de aquellas reivindicaciones sociales y económicas, son compartidas por la economía oficial. Como la electrificación por encima de los combustibles fósiles, pero culturalmente no podemos liberarnos del corsé del pensamiento del liberalismo de pasados hornadas. Siendo los grandes emporios económicos los máximos responsables de los desaguisados medioambientales, que están detrás de las guerras modernas, se imponen para no ser relegados en el futuro. Por el contrario exigen ser subvencionados en costes por una sociedad que ya los ha pagado con creces. Y mientras, las vanguardias alternativas se entretienen en chirríos de denuncias sin que se vislumbre que ambicionen buscar sistemas coherentes, y completos, verdaderamente de recambio.