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Las crisis más recientes que hemos y estamos viviendo –Gran Recesión, Gran Reclusión, guerra en Europa– han puesto sobre la mesa diferentes formas de afrontar las consecuencias sociales y económicas que se derivan de esos conflictos. Si durante la Gran Recesión, las políticas de austeridad –con el Estado más distante que presente– fueron el frontispicio a partir del que desplegar toda una serie de iniciativas de impactos letales para la sociedad, como los recortes en los servicios públicos, el mantenimiento a toda costa de las reglas de equilibrio, la contracción del crédito o el forzado retorno de deudas públicas, en las dos últimas crisis –la Gran Reclusión y la guerra europea– el papel de los Estados se ha revelado crucial. Una reivindicación en toda regla de las economías públicas, frente a los profetas acríticos de los equilibrios innatos del mercado.

En tal sentido, adoptamos el concepto del historiador económico Thomas Piketty: el socialismo participativo. Una noción que desgrana el autor en distintas colaboraciones y, particularmente, en sus libros recientes. Aquí, Thomas Piketty advierte, una vez más, de un aspecto sobre el que otros economistas también han incidido: la formación de ese necesario Estado del bienestar desde 1945, los denominados ‘gloriosos treinta años’, se truncó con la revolución conservadora de la década de 1980. Esta se tejió de la mano del monetarismo de Milton Friedman, premio Nobel de Economía de 1976 –y, no se olvide, gran avalista de la política económica del dictador chileno Augusto Pinochet–; y del ascenso al poder de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Se conocen los desenlaces: desregulaciones, reducciones de impuestos a los más ricos, privatizaciones, rigideces presupuestarias, han guiado la economía mundial y las enseñanzas de la economía como disciplina académica, con la pretendida leyenda de que esto es la única ciencia social posible.

Para armar esa democracia económica que se funde en la idea del socialismo participativo, la visión de Piketty se alinea con un federalismo europeo, que defiende la mancomunidad de la deuda soberana de los países de la Unión Europea, la urgencia para que paguen los que más tienen –y que suelen eludir su responsabilidad fiscal evadiendo capital hacia paraísos fiscales, tal y como han constatado las investigaciones de Gabriel Zucman–; y, a la vez, hace una seria advertencia: sólo con fórmulas de gobernanza pero, al mismo tiempo, de contundencia política, los más ricos –ese uno por ciento que se detalla en las estadísticas oficiales, que detenta el grueso de la riqueza mundial; esto no es una opinión: son datos– se avendrán a pagar lo que les corresponde por justicia social.
Pero el desarrollo de una democracia económica y participativa requiere, además, otros ingredientes, nuevas perspectivas. En este sentido, por ejemplo, urge adoptar nuevos indicadores para medir la desigualdad en todas sus facetas. Aquí, el científico social debe abogar por indicadores ambientales y otros de carácter multidimensional, que complementen aquellos más vinculados a la renta.