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El vecindario de Santa Catalina está que trina por el ruido. El de Platja de Palma anda en las mismas y los de cualquier edificio de la ciudad con un bar de copas adosado o en las cercanías. Por muchas regulaciones que se prueben, al final, la juerga nocturna es incompatible con que la gente pueda dormir tranquila en su casa. No es una característica única de Palma, pasa en cualquier barrio español de moda. Los locales proliferan, la gente entra, sale, grita y fuma. Los vecinos se desesperan, las administraciones cobran tasas de terrazas y licencias y hasta que entra en boga otro lado de la ciudad y el problema se traslada no hay solución posible. La anomalía es un mal endémico español y relativamente reciente. Es un fenómeno con menos de medio siglo de vida.

Sin embargo, para las autoridades –en especial, para las municipales– resulta ser algo tan irremediable como la gravedad universal: Hay bares, hay ruido... Que los vecinos se aguanten. El argumento habitual parte de la necesidad de ponderar el derecho al descanso y la inviolabilidad del domicilio con el de los empresarios a abrir y lucrarse y los de la gente a salir de fiesta a placer. De ahí parte el problema y el éxito de los hosteleros. En algún momento consiguieron convencer a la sociedad de que es legítimo hacer negocio de madrugada en cualquier lugar. ¿Cómo vamos a cerrar a las doce que la gente aún cena? ¿Cómo vamos a cerrar a la una que todavía es temprano?

En esa supuesta ponderación, es el vecino el que tiene que renunciar a poder dormir a las diez de la noche si le apetece y adaptar su biorritmo a ordenanzas municipales que son papel mojado en la práctica. En una casa no puede entrar nadie sin permiso a molestarme. Ahora, si es alguien de fiesta por la noche, barra libre.