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La incertidumbre y el azar se hallan presentes en la cosmología económica. Esto se contradice con los preceptos de la utilidad del consumidor, de la simetría de la información y del encuentro armonioso de familias y empresas en los mercados. Al mismo tiempo, otro elemento es considerado determinante: el tecnológico. Éste aparece en los modelos económicos más divulgados –y exigidos en buena parte de las investigaciones en economía– de manera acrítica. Es algo esperado que será capaz de resolver, casi sin discusión, cualquier reto que nos planteemos, incluyendo el relevo de recursos naturales, de manera que esto conduce a una fe ciega, a una confianza imbatible en el progreso tecnológico, resolutivo de los graves problemas que sacuden y cuestionan el crecimiento económico.

En los medios de comunicación aparecen recurrentemente artículos firmados por académicos que van en esa dirección optimista, hasta el punto de hablar de una economía de la abundancia, donde la escasez desaparecería gracias al impulso de la ciencia y de la tecnología. Los ejemplos que suelen argüirse son variados: la obtención de energía limpia, el desarrollo de las renovables, supondría, según tales previsiones, un mundo de energía infinita a coste casi cero. La síntesis artificial de alimentos constituye otro campo en dicho avance: la generación de comida infinita, creada en laboratorio, a partir de células madre y a costes exponencialmente decrecientes; esto afectaría igualmente a la producción de carne sintética creada sin animales.

Esta confianza acrítica, absoluta, en los progresos técnicos elude el funcionamiento, precisamente, de los principios físicos de la termodinámica, toda vez que para obtener la mayor cantidad posible de energía solar se van a necesitar importantes stocks de capital cuya generación va a requerir el consumo de la energía convencional en sus primeros estadios. La filosofía que impregna estas ideas proviene de los discursos más asimilados por la economía académica, bajo dos preceptos: la existencia de recursos suficientes (de manera que se resta importancia a la escasez de minerales); y lo que se ha venido a calificar como teorías energéticas del valor, es decir, la tesis de que el desarrollo científico proporcionará toda la energía necesaria para reciclar, de forma que el ambiente seguirá siendo natural y sustentará el crecimiento económico continuo. Se concluye que los materiales no son ni serán un problema, toda vez que pueden ser reciclados por mucho que se disipen. Es el «dogma energético».

Los preceptos de circularidad en economía deben tener en cuenta todos estos elementos. El economista, el ingeniero, el geógrafo, el físico, el químico, el biólogo, el sociólogo, el historiador… Diferentes especialidades para trabajar conjuntamente para un fin común, aportando factores esenciales para explicar el ‘todo’, holísticamente. La economía circular no puede ser, entonces, un puro eslogan que queda bien. Si se quiere trabajar científicamente bajo esa denominación, el esfuerzo deberá ser comunitario, compartido y colaborativo. He aquí el gran reto, el desafío a encarar.