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Es fantástica la concienciación de la ciudadanía respecto a la necesidad de minimizar cualquier impacto negativo sobre el medio ambiente, porque a veces olvidamos que La Tierra es nuestra casa. Los políticos han entendido que los votantes a veces piensan y que asumen que sus dirigentes deben establecer las normas para que el planeta no explote. Y se lo ponen fácil a los gobiernos porque aceptan prohibiciones y sobrecostes con la finalidad loable de reducir la contaminación. Así, ya hay pocos insensatos que no reciclan, pero muchos que han hecho de la ecología un negocio.

La indignación me asaltó hace unos días cuando la ilógica de ciertas medidas me hizo pensar que todo es una patraña. Pasaba junto al recinto del punto verde de mi municipio y vi unos objetos tirados que podían serme de utilidad. Entré y le dije a la persona que vigila la tirada de basuras, escombros y utensilios que otros no quieren que iba a llevarme unas cosas del contenedor. Me dijo que no podía, que estaba prohibido. Yo, incrédula, le pregunté si era una broma, pero la mujer reiteró el mensaje con seriedad absoluta, al tiempo que me manifestaba completa adhesión a mi postura tras mi alegato.
La Regla de las 3 R me gusta porque la creó Greenpeace, entidad que me ofrece credibilidad. Pero algunos la han convertido en una mera frase de márquetin. La regla se traduce en una llamada al activismo ecológico sustentado en el comportamiento más básico y racional: Reducir, Reutilizar, Reciclar. En este orden. Así que cuando un Consistorio deniega a un vecino recoger para reutilización un objeto que otro no quiere, y que además está destinado a su destrucción, todo suena a una alta hipocresía. Si alguien puede dar uso a un mueble, un electrodoméstico, un elemento de decoración o un material para el bricolaje casero y su conversión útil, ¿por qué la administración aboga por su destrucción privando de uso a otro y añadiendo contaminación? Lo que había en el contenedor del que yo pretendía salvar unos objetos iba a ser quemado y sus gases esparcidos por la atmósfera.

La verdadera educación y sensibilización debe pasar por incrementar al máximo la reutilización, por encima del reciclaje, que ya exige una transformación nociva. Y la administración pública debe facilitar que esto se produzca, entre otras cosas porque la gestión de residuos la pagamos los ciudadanos, desde la contratación de la empresa que gana el concurso de recogida de basuras hasta el posterior tratamiento, que, sepan, contamina. Que no vengan con moralidades insostenibles de que igual alguien coge algo para venderlo. Bendita economía circular, que pueda aportar al necesitado o al espabilado un ingreso extra. Es como aquél que justifica su insolidaridad agarrándose al argumento de que no sabe a qué destinará el mendigo su dádiva.