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Escribió una vez Antonio Gala que al campo no había que ir sino volver. Hace bastante tiempo de aquello, no se hablaba todavía de la España vacía ni del regreso a lo rural –que ahora ha creado un género literario propio– y quedaba lejos imaginar que llegaría un confinamiento y que mucha gente se plantearía liarse la manta a la cabeza y darle un vuelco a su vida. Lo que ya intuía Antonio Gala era que el campo, o el pueblo o lo rural, se había convertido en objeto del deseo de ‘domingueros’ y personal con pocos dedos de frente.

No sé si por aquella época ya se había estrenado una película, creo que francesa, en la que un prócer municipal tenía la ocurrencia de construir casas con jardín en el campo para imitar la vida rural. Fue dar, el jueves, en las páginas de Part Forana de este periódico, con una noticia titulada «Los payeses gritan fora des sembrat a los instagramers»    y venirme a la cabeza todo eso. Lo que explicaba esa información (que era difícil que pasara desapercibida con ese titular tan bien puesto) era el empeño del personal en hacerse fotografías en el campo (en este caso, con las amapolas de Porreres; pero tanto vale para cualquier otro sitio o los tomates y las cabras) lleva a que los sembrados queden hechos una pena. El personal invade y arrasa los campos para después difundir sus fotografías tal que estuviera de paseo por Palma en la escala de un crucero. No se pueden poner puertas al campo pero no estaría de más ponerlas a la estupidez y al sinsentido. Es cierto que cada cuál tiene derecho a su refugio. Pero, en la medida de lo posible, mejor no dar la dirección. O sólo a gente de confianza.