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Sea por carencia de ideas, al menos de las arriegadas, o sea para evitar aún más divisiones internas, Núñez Feijóo ha convertido la bajada de impuestos en emblema de su programa electoral. Una propuesta tan elemental bastó para que la izquierda se posicione histéricamente en contra, porque ahora eso sería traicionar a los pobres, por los que antes moriría. A partir de estos posicionamientos, el debate se hace imposible. Especialmente porque se pueden hacer políticas sociales con impuestos bajos y se puede castigar aún más a los pobres subiendo la presión fiscal. Aún recuerdo que, después de llegar a la Moncloa, Zapatero hizo unas declaraciones en las que decía que bajar impuestos era de izquierdas; y todos aún tenemos presente cómo Montoro nos crujió, ignorando sus promesas y principios. Al final todo es postureo para atrapar al votante.

Es una pena porque el tema de la presión fiscal exige de una visión más amplia que la que habitualmente nos ofrece la política. En España, los tipos fiscales ni son necesariamente lo más importante, ni lo único a considerar. Partamos de que son necesarias las políticas públicas para hacer posible la vida en común. Pero no olvidemos que para el estado es muy fácil dilapidar el dinero de todos por aquello de que no es de nadie. Y esto es lo más insolidario que puede ocurrir con los pobres.
Además de los tipos fiscales, la distribución de las cargas es una cuestión trascendental. España soporta una fiscalidad comparable a la del resto de Europa. La presión impositiva se calcula poniendo en relación el total de los impuestos pagados con el producto interior. Sin embargo, como en aquella estadística que dice que dos personas han comido medio pollo cada una cuando en realidad uno no ha probado bocado y el otro se ha atiborrado, los datos son susceptibles de engaño. En España, por la incompetencia de Hacienda, de la de izquierdas y de la de derechas, hay amplios sectores que evaden masivamente mientras que los asalariados arrastran su cruz sin poder eludirla.

Por eso, los segmentos medios en España pagan un tipo del impuesto de la Renta del treinta por ciento, contra el veinte en otros países en los que la carga está compartida con los profesionales liberales y los autónomos. No es aceptable, ni progresista, ni conservador, ni solidario con los pobres que en la España de hoy, ni un autónomo, ni un dentista, ni un abogado o asesor fiscal entreguen facturas o cobren sus servicios en blanco. Acabar con este escándalo es al menos tan importante como bajar impuestos, pero nuestros políticos callan porque la solución está en sus incompetentes manos.
Hay un segundo tema que es igualmente relevante: el gasto público. No es sólo ingresar, es cómo se gasta. Y no me refiero a las prioridades políticas, que podrían ser discutidas pero que al menos salen de las urnas, sino a que en España el gasto público es como la red de agua potable de Baleares: por cada unidad consumida, por el camino se han perdido otras tantas, resultado de la ineficacia, la incompetencia y la corrupción.

Estos días, el Instituto de Estudios Económicos hizo público un trabajo que concluía que España, de tener una gestión pública más eficaz, podría reducir su gasto público hasta en un catorce por ciento, sin alterar la calidad de los servicios, ahorrando sesenta mil millones de euros anuales. Quien conozca cómo funciona una institución pública, prácticamente cualquiera, entiende que frecuentemente más gasto significa más estructuras que necesitan justificar su existencia creando más obstáculos que hacen olvidar los objetivos originales.

Yo no quiero que me devuelvan el dinero de los impuestos, quiero que lo gasten con eficacia: si tenemos un centro educativo o un hospital en el que las cosas no funcionan, subir los salarios puede suponer que la productividad siga igual de baja pero con los mismos incompetentes ganando más. Ocurre en incontables áreas del sector público, donde existe auténtico pavor a analizar el rendimiento, a estudiar qué resultados se consiguen con el dinero invertido.

El discurso de que más gasto equivale a más solidaridad con los pobres es una gran mentira cuando pensamos que en Mallorca hicimos dos veces el Parque de las Estaciones, construimos el puente del Riuet de Portocristo para derribarlo, calificamos como edificable suelo que después pagamos para proteger o gastamos millones de euros en una frustrada protección de la primera línea de Palma, que ha acabado con el antiguo edificio de Gesa abandonado y en estado deplorable. Ahí nos ven: discutimos los tipos fiscales pero dejamos de lado la aberrante distribución de las cargas o la disparatada ineficacia en el gasto.