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Cuando esto escribo desconozco, claro, el resultado de la primera vuelta de las elecciones francesas, que estoy seguro, o quiero estarlo, de que acabará ganándolas Macron. Cuando esto escribo entramos en la jornada 47 de lo que algunos periódicos llaman ‘guerra en Europa’, porque, desde luego, cosa solamente de Ucrania no es. Cuando esto escribo, acabo de leer encuestas sobre y entrevistas a Feijóo, que parecen anunciar una nueva era en la política española, veremos. Y, cuando esto escribo, millones de españoles se aprestan a salir, breves vacaciones, hacia playas y montañas, ajenos al repunte de la inflación y a las voces admonitorias, quizá excesivamente alarmadas, que hablan de un mal futuro para la economía. No sé si esto, todo junto, es esa normalidad que nos anunciamos a nosotros mismos ante la Semana Santa pos-Covid.

Para mí, normalidad no significa el abandono por decreto de las mascarillas. Ni las voces aliviadas de la hostelería. Normalidad, para mí, no es que catorce millones de automovilistas se lancen a la carretera en busca de un poco de relajo. Para mí, la normalidad es saber que controlamos el futuro. Y posiblemente nunca lo hemos tenido tan descontrolado, por imprevisiones internas y, sobre todo, por acontecimientos externos. Una pandemia, seguida de las imágenes que nos llegan de Ucrania y que suscitan la alarma de la Unión Europea en la que nos inscribimos, no invita precisamente a esa dorada rutina que añorábamos en 2019.

Los españoles regresaremos de estas fugaces vacaciones -quien las tenga- con la sensación de que otra vez se abre ante nosotros el abismo de una nueva era: desconocemos quién regirá los destinos del país del norte, tan importante para nosotros, y desconocemos el alcance de esas tres horas de conversación, creo que no del todo explicadas, entre Sánchez y Feijóo. Dicen los suizos, que de eso saben un rato, que la democracia perfecta ha de ser aburrida. Aquí y ahora no tenemos tiempo de aburrirnos.