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En uno de sus últimos libros, Guerra y paz en el siglo XXI, el gran historiador Eric Hobsbawm afirmaba que si al principio del siglo XX el 95 % de las bajas de guerra eran soldados, a principios del XXI ese 95 % eran civiles. Viene esto a cuento por el giro que está tomando la propaganda con la que comemos cada día sobre la guerra ruso ucraniana: muertos civiles, crímenes de guerra e invocación de la necesidad de un nuevo juicio de Núremberg. Como solemos usar distintos raseros para medir la misma cosa, nos olvidamos –o mejor, nos hacen olvidar– que sólo en los últimos diez años las guerras provocadas por EEUU han provocado la friolera de seis millones de muertos.

Así, tuvimos la ocasión de ver a un novísimo premio Nobel de la Paz ordenando bombardear Libia. O cuando la OTAN, al mando del otrora anti-atlantista Solana, decidió alegremente bombardear Belgrado; un descuartizamiento, el de Yugoeslavia, en el que participaron todos los perros de la guerra. Y cuánto negocio hay detrás de todo esto. El Gobierno español, que se desgañita por los foros internacionales apoyando a Ucrania, vendió en 2021 armas a Arabia Saudí por valor de 2.700 millones de dólares, armas que se usan en la guerra del Yemen y cuyo cómputo de muertos se acerca ya a los 400.000. ¿Quiénes son los fariseos?

La guerra es una abominación, no hay duda, y es también una constante en la historia de la humanidad, dada la clase de homínidos que somos; tendríamos que haber descendido de los bonobos y no de los chimpancés, con quienes compartimos una naturaleza cruel.