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Los pronunciamientos oficiales del Vaticano ante una guerra forman parte de lo que podríamos llamar un ritual en el que se reparten importancia los llamamientos humanitarios y la finura de una diplomacia obligada por encima de todo a dejar abiertos caminos para el diálogo y la paz.

Esa sería la teoría; otra cosa son las premuras del momento que pueden conducir a otras interpretaciones. En el caso de la guerra actual en Ucrania y la postura del Santo Padre actual, justo es reconocerle el esfuerzo por mantener un difícil equilibrio. Desde los primeros día de la invasión, Francisco habló de guerra, muerte y miseria; de guerra sacrílega llegó a calificarla.

En un gesto poco habitual, el Papa ha visitado la embajada rusa ante la Santa Sede, ofreciéndose como mediador en el conflicto. Dos cardenales especialmente enviados a Kiev dan también cuenta de las intenciones del Pontífice. Aún así, desde ciertos sectores se le reprocha el no haber pronunciado el nombre de Putin y el no referirse públicamente a Rusia como país agresor.

Mejor o peor aconsejado, el Papa argentino teme que una condena abierta podría traer unas consecuencias que pesarían más que los posibles logros a obtener. Logrado hace pocos años el acercamiento a la Iglesia ortodoxa rusa, puede ser otro factor que afina la pulcritud diplomática de un Vaticano puesta en duda recientemente por un periódico como The New York Times al preguntarse hasta cuándo es sostenible esta neutralidad papal.