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Supongo que estas cosas solo me pasan a mí, pero ya que me permiten escribirlo, lo contaremos por aquello de desahogarnos un poco y al mismo tiempo pasar el rato. El caso es que, ahora mismo, estoy con una pareja peninsular que necesita oficializar su nivel de conocimientos de lengua catalana mediante el consabido examen, y como necesita practicar de forma compulsiva y contumaz, yo me he ofrecido a ello a pesar de que nunca ha sido la lengua que hemos utilizado entre nosotros… aunque como le dije entre risas el otro día, con la salvedad de tener que usarla en nuestros momentos dedicados al Eros, por aquello de la facilidad de términos y peticiones y movimientos.

Y más allá del chiste, me quedé yo pensando en cómo yo mismo tuve que someterme a dichas pruebas (y en dos ocasiones, por las exigencias laborales pertinentes) cuando ya dominaba el idioma e incluso había publicado libros escritos en él.

Y a la vista de todo este farragoso proceso y de los resultados que provoca más de una vez (es decir, que el funcionario convenientemente acreditado no use el catalán ni a tiros porque le hayan hecho pasar sí o sí por una prueba retorcida hasta extremos impensables), digo yo que a lo mejor no estaría mal plantear algún modelo alternativo que consistiese más en premiar a quienes lo usan y no en castigar a los que intentan aprenderlo, porque si no, quizás lleguemos a aquel extremo tan absurdo de cierto político que afirmaba sin dudarlo que sí, que él lo utilizaba, pero solo en la intimidad.