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Son dos mujeres que no se conocen. Nacieron en lugares distintos y tienen biografías diferentes. Las une una vida larga: ambas tienen más de noventa años y también las une el deseo de un mundo en paz. La primera mujer es rusa, una superviviente del asedio a Leningrado en la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces se ha manifestado siempre en contra de la guerra. Es pintora y ha pasado muchas tardes frías en la calle, con una pequeña boina cubriendo sus cabellos, una manta sobre los hombros para protegerse del frío. Ayer, la policía del Kremlin la detuvo.

No se puede tolerar que, en estos días de horror y de muerte, una anciana sostenga entre sus manos temblorosas un cartel con un ‘No a la guerra’. Ella, menuda y frágil, sabe muy bien qué significa la guerra. Por eso no deja de clamar en un desierto gélido. La imagen es dura: policías vestidos de negro, armados y con cascos, se la llevan a rastras. Como si fuese necesario un ejército de cuervos para desterrar a una hormiga. La segunda mujer es ucraniana. También tiene muchos años y una eternidad de vida en la mochila que cargan sus hombros. Busca a los soldados que van a luchar. Les hace un regalo increíble: unas pocas semillas de girasol para que les acompañen a la guerra, bien escondidas en el fondo de sus bolsillos. Si esos soldados caen en la batalla, si descansan para siempre en una cuneta del camino, en un prado, o bajo la tierra seca, es posible que las semillas germinen, crezcan, y nazcan girasoles de luz.

El pintor holandés Vincent van Gogh pintó muchos girasoles. Cuando el pintor Gauguin se fue a pasar una temporada con él, en su retiro del pueblo de Arles, pintó óleos de girasoles para darle la bienvenida, como símbolo de amistad. Ambos querían fundar una comunidad de artistas que no acabó como pretendían. La enemistad venció a los buenos propósitos. Sin embargo, la anciana de Ucrania sabe que los girasoles siempre buscan la luz del sol, conjurando a la muerte. Por eso regala a los soldados semillas de luz.