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Era fácil deducir que no se sufren en vano cuatro años de mandato de alguien como Donald Trump. Todo el caudal de prejuicios e insensateces vertidos durante ese tiempo tenían forzosamente que seguir su curso en el cauce de una sociedad que, todo hay que decirlo, estaba ‘preparada’ para ello. Refiriéndonos a la situación a comentar aquí, cabe recordar que los intentos por vetar libros en bibliotecas públicas y colegios no son nuevos. Lo que ocurre es que en los últimos tiempos se han multiplicado extraordinariamente. Recientemente, en Oklahoma, los republicanos sacaron adelante una ley que concede a los padres el poder de vetar en las escuelas los libros cuya temática aborda el racismo y el sexo, por decirlo en líneas generales, estableciéndose reclamaciones de hasta 10.000 dólares por cada día que el título se mantuviera tras haberse solicitado que fuera ‘retirado’. Obviamente, entran en este difuso apartado, estudios sobre el sexo, las preferencias sexuales, la identidad sexual, etc., hasta obras sobre el racismo, o el pasado esclavista de Estados Unidos. Era, pues, de esperar que la radicalización de la derecha social y su reacción contraria a las movilizaciones en favor de la libertad sexual y contra el racismo, se producirían. Lo que ha llegado ya algo más lejos de lo esperado es el fenómeno de autocensura que ha llevado a muchos docentes a dejar de recomendar libros cuya lectura les parecía hasta ahora conveniente. Que figure en esta lista negra un título como Yo soy Rosa Parks, se me antoja suficientemente significativo. ¿Estaremos volviendo a los tiempos en los que fueron vetadas Las aventuras de Huckleberry Finn?