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Mari Luz me pide que le dedique una columna. Tal vez no recuerde que justo antes de la pandemia ya le dediqué una, pero eso da lo mismo. A mí no me importa volver a escribirle otra, más hoy que es su cumpleaños y sigue en plena forma. Mari Luz no sabe mucho de coronavirus y en eso me recuerda a mi padre que decía cuando veía el telediario: ¿aún siguen con esa vaina? Mari Luz sigue siendo mi suegra, me congratulo que según qué cosas no hayan cambiado pese al virus, y le encantan los bombones. Es de Pamplona y me comenta que iremos pronto a darnos un garbeo por ahí. Los dos solos mucho mejor. A veces no recuerda las cosas, como yo, pero insospechadamente sabe que los lunes sale mi fotito colgada de las páginas centrales de Última hora. ¿Hoy escribes? Sí. ¿Y cuándo me dedicarás uno? Mari Luz mira por la ventana aposentada en su cómoda butaca como una lady británica y se la nota muy a gusto cuando suspira. Saluda a conocidos propinando golpecitos de nudillo al cristal, mencionando a voces su nombre y alegrando el semblante. Porque Mari luz siempre sonríe. Hiru, la perrita yorkshire de la casa, se sube de tanto en tanto a su regazo y ella exclama: a esta perrita sólo le falta hablar. Ay, don Sebastián. Siempre me ha intrigado quién será ese buen hombre que ella menciona todo el rato cuando suspira, pero ella se encoge de hombros: pues no sé. Yo me imagino a un sacerdote regordete, calvo y con gafas a punto de dar misa. Un religioso con una iglesia repleta de feligreses. Y por unos instantes me embarga una gran paz interior porque me posee la inenarrable sensación de que he vuelto a mi infancia y que saldré a la calle con un balón bajo el brazo y don Sebastián me llamará a gritos cuando me vea haciendo novillos.