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En el Imperio español, después de una Transición con muchas más sombras que luces, y con las sombras enfervorecidas desde que se tambalea la unidad territorial, nunca deja de debatirse la pureza democrática de su sistema político, jurídico y social. Y cualquier crítica que se haga desde este punto de vista es de inmediato contestada por los imperialistas asegurando que es uno de los sistemas más democráticos del mundo. Esta aseveración no tiene el menor soporte porque, empezando por el sistema mismo, que fue heredado de un dictador que el único gesto que tuvo de demócrata fue tolerar al pueblo poder elegir entre marcar el 1, el X ó el 2 al rellenar las casillas de las quinielas futbolísticas, y cuya Transición se acometió en un trasfondo de ruido de sables sin permitir ni siquiera al pueblo elegir la forma de Estado. Por lo cual, resulta muy difícil dar el menor crédito a los imperialistas. En cambio las críticas pueden ser muchas, pero la más grave que se detecta es que la mentalidad del pueblo afín a la naturaleza imperial padece un potente trasfondo de esencia aristocrática fuertemente condicionada por privilegios seculares. Y ésta es una tara funesta para cualquier sistema que pretenda ser democrático. Porque esta mentalidad, con una historia arraigada durante cinco siglos, afecta a gran parte de la población imperial; tanto al pueblo llano como al dirigente.

En todo sistema democrático los privilegios deben ser considerados una anomalía por sí mismos. Pero en el Imperio son concebidos como un bien imprescindible para la continuidad imperial. Por lo cual surge el problema que los que están en desacuerdo con este sistema se sienten todavía más incómodos si pertenecen a una minoría que ha recobrado un fuerte sentimiento nacional y que se ve capaz de decidir su presente y su futuro, exigiendo e intentando alcanzar la soberanía que le permita tal posibilidad para poder ejercitarla sin interferencias. Pero el Imperio, por tener como principio básico la unidad territorial, no le permite ejercerlo.

Y aquí entra el tema del niño de Canet de Mar en Catalunya, que unos padres pro-imperialistas, apoyados por la decisión de una judicatura con gran sentido imperial y escaso sentido democrático, consiguieron que su hijo tuviese el privilegio de saltarse las normas educativas del resto de la comunidad. Estos padres descerebrados no vieron que toda sociedad sana y robusta se tiene que defender de los privilegios que le provocan entorpecimientos en su genuino desarrollo social. Consecuentemente, en sentido social es muy posible que sufran una fuerte marginación, que sería sociológicamente muy sana porque toda sociedad vigorosa siempre debe protegerse de los privilegios espurios impuestos. Lo terrible del tema es que posiblemente la marginación también la sufra el hijo, que es el único inocente en toda esta catástrofe. Y tal vez, debido a esta marginación social, tenga que cambiar de escuela, e incluso, a la larga, marcharse de Catalunya. Con lo cual, quizás, podría representarle tal catástrofe que le originase un trauma vital difícilmente superable.
No debemos olvidar que estos padres pertenecen al mismo partido al cual está afiliado el responsable que en Balears provocó el mayor seísmo educativo-social de nuestra historia reciente. Por el que tuvo que abandonar el partido al cual pertenecía y emigrar al Parlamento europeo.