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Durante mucho tiempo, sobre todo a raíz de los años 1980 –con la llamada ‘revolución conservadora’–, se ha denostado el papel del Estado en la economía. El sector público ha sido considerado, especialmente desde entonces, como ineficaz e ineficiente. Y derrochador. Todo aquello que era imputable a las administraciones públicas se consideraba poco efectivo. La Gran Recesión (2008-2014) por un lado, y la Gran Reclusión (desde 2020), por otro, han hecho variar, siquiera parcialmente, esta visión. Se ha visto ahora –se vio también entre 2008 y 2010– que los gobiernos tienen la fuerza consistente para encarar los graves problemas derivados de la recesión: caídas del PIB, aumento del paro, descenso abrupto del consumo y de la inversión, entre otros indicadores clave. La política fiscal se ha desarrollado junto a la política monetaria: a la relajación en los tipos de interés y las compras masivas de deuda pública, se han sumado ingentes cantidades de dinero provenientes de las transferencias de los gobiernos hacia planes de inversión.

Esta situación la estamos viendo con el despliegue de los fondos europeos, que van a permitir –que ya lo están haciendo– impulsar líneas innovadoras: transición energética, digitalización, economía circular… vectores esenciales para transitar hacia otras pautas productivas y de consumo. El Estado aparece entonces con una reivindicación inusitada: todo el mundo reclama su intervención, buena parte de la profesión económica ha transmudado viejos preceptos de la economía liberal por otros afianzados en la participación decidida del sector público. Gobiernos e instituciones económicas ortodoxas han relajado normas, reglas, preceptos: todo en aras de la recuperación del crecimiento perdido. Transfusiones en vez de sangrías: he aquí la gran diferencia entre la Gran Reclusión y la Gran Recesión.

Pero esa intervención del sector público no debería ser sin contrapartidas. La ingenuidad recurrente de los Estados –dar lo más posible para atajar las crisis– se ha de sustituir por la reclamación de retornos efectivos a las empresas a las que se transfieren recursos. Como suele decirse: nada ha de ser gratis total. Hoteleros, empresarios de la construcción y de importantes sectores productivos, firmas de servicios diversos, pequeñas y medianas empresas, deberían recibir los fondos requeridos en función de la viabilidad de sus proyectos. Pero, a su vez, la administración pública ha de exigir que esas ingentes sumas de dinero condicionen, a su vez, contrapartidas concretas: mejores contratos laborales, asumir normativas ambientales, incentivar procesos de formación. Entonces, las zonas de confort tendrán que abandonarse, lo que remite a dinamizar las instituciones implicadas en los procesos administrativos. Todo ello impondrá colaboraciones intensas entre distintos sectores, por dos motivos: se hará imprescindible la cooperación entre las esferas pública y privada; al mismo tiempo, habrá que dibujar escenarios que superen el corto plazo, y que reclamen presupuestos plurianuales que se tendrán que evaluar y/o matizar, en función de los resultados obtenidos. Quid pro quo.