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Se dice que el yo o ego personal suele a veces ser el resultado de una excesiva valoración positiva que se hace alguien de sí mismo. Pero ateniéndonos al hecho de que nadie es un superhombre y de que el hecho de aprender y conocer no hace otra cosa que evidenciar lo muy poco que sabemos, entonces reconoceremos que toda supervaloración personal es un acto de ignorancia. Somos muy poca cosa en el espacio-tiempo. Cada cual de nosotros es un punto insignificante dentro de algo tan intrincadamente complejo que posiblemente jamás llegaremos a entender.

Desde esta perspectiva es ridículo y perturbador ser egocentrista. Es cierto que tenemos que tener autoestima, que es algo muy diferente al ego desorbitado. La autoestima, dentro de los límites de lo razonable, se fundamenta en el conocimiento de que somos cada uno de nosotros seres evolutivos, cambiantes y no petrificaciones estáticas inamovibles y óptimas contra las que cualquier pretensión de transformación es una agresión o un atentado. Cada persona inevitablemente fluye y cambia, con errores que comete y que le sirven igual o más que sus propios aciertos, con esfuerzos exitosos (o no) en la tarea del aprendizaje y con influencias externas que también nos conforman incluso a veces a pesar nuestro.

Si partimos de la posición modesta y sinceramente aceptada de que merecemos respeto por lo que vamos siendo en el tiempo de la vida pero que no necesitamos el imposible de conocerlo todo y si, además, nos relativizamos los méritos que creemos que nos encumbran, entonces viviremos mejor y con los pies muy asentados en el suelo.

Desde esta posición de digna y sabia humildad abandonaremos las actitudes de defensa de unos límites personales que en la realidad no existen. Y podremos progresar libremente en el cambio. Aprenderemos a escuchar y prescindir de los reconocimientos externos, estos reconocimientos por parte de gentes que muchas veces valoran en función de intereses tan oscuros como basados en ignorancias. Sin soberbia y libres de prejuicios propios basados en la estupidez, aprenderemos a escuchar, a reconocer el acierto o no de lo que nos dicen y podremos hacerlo desde una frialdad emotiva imprescindible para integrar en nosotros elementos extraños aprovechables.

Desde la conciencia de la relatividad del ego podremos estar receptivos a los que por experiencia, trabajo o estudios saben más que nosotros, podremos seguir lecciones de padres y maestros, seremos capaces de no oponernos sistemáticamente a lo que se nos exponga, sino que primero escucharemos y luego tomaremos posiciones a partir de nuestros razonamientos (que sabremos valorar en su justa medida y sabiendo que cambian en el tiempo).

Si hiciéramos un esfuerzo valiente en la tarea socrática de conocernos a nosotros mismos y viéramos con claridad la falta de identidad permanente de nuestros yoes personales (y no hablemos de los colectivos, tan horrorosamente nefastos), entonces ganaríamos en tranquilidad, en sosiego y en paz. Y nos alejaríamos de los estorbos de victimismos, defensas a ultranza de estatismos que no existen y de fantasmas atormentadores para así hacernos más libres y alegres. Y también más soportables.