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Se va a iniciar una investigación sobre los abusos sexuales en la Iglesia. Bien, pero a ver cómo acaba la cosa. Estudié casi toda mi infancia en distinguidos colegios católicos, masculinos, privados y de pago. Afortunadamente, en mi caso no sufrí abusos sexuales, tal vez por mera suerte, tal vez porque fui un niño más bien feúcho. Aún así, veía cosas. En los Maristas de Alicante, en 1974-75, un cura seboso de gafas ahumadas daba la misa obligatoria de los viernes por la tarde, pero previamente nos confesaba. Durante la confesión siempre parecía estar exclusivamente interesado en nuestros pecados contra el sexto mandamiento, como él los llamaba, y si echabas balones fuera (éramos niños, pero no tontos) te despachaba rápido. Si algún alumno se eternizaba en la confesión, sabíamos que había picado.

Pero había otros abusos, a mi entender no menos graves que los sexuales, como fue la violencia irrestricta que se ejercía contra la infancia. Algunos profesores –sobre todo religiosos– eran auténticos sádicos que satisfacían su agresividad con los más débiles e indefensos. Se pegaba por todo y por nada: bofetones, collejas, tirones de patilla y dolorosos y humillantes castigos físicos. Uno de sus trucos era imponernos sobrecargas de trabajo imposibles de cumplir (los ‘deberes’), con lo cual al día siguiente ya tenían excusa para torturar. Había también algo sexual en ello, una excitación. Mención especial me merece el hermano Jesús, profesor de un colegio religioso-militar de Burgos en el año 71. Elegía cada mañana, con los más peregrinos motivos, a 10 o 20 alumnos (en masificadas aulas de hasta 70) y los hacía formar en fila para insultarlos y abofetearlos uno tras otro. Su frase favorita antes de golpearnos a sangre fría era «quítate las gafas». Muchos otros monstruos como éste campaban por las aulas.

No era mucho mejor en las casas, donde la paliza solía estar igualmente presente, por parte de padre, de madre o de ambos. Fuimos muchos los niños y niñas que crecimos bajo el terror y el castigo, con sentimientos de miedo, inseguridad, ansiedad, angustia e indefensión. Esta faceta de la violencia física y psíquica en escuela y hogar durante décadas no está recibiendo la atención –y por tanto la reparación– que se merece. Sin duda, es un buen momento para empezar a hacerlo.