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El INE publicó la semana pasada los datos relativos a la EPA y al PIB de 2021. Lo primero que se puede decir es que son en general buenos, pero también que contienen en sus tripas mucha letra pequeña. El crecimiento de la economía fue del 5 %, muy lejos de recuperar la caída del 10,8 % del 2020 y lejísimos de las previsiones del Gobierno que fueron del 9,8 % en los Presupuestos Generales del Estado vigentes el año pasado, del 7,2 % unos meses después y del 6,5 % hasta final del ejercicio, a pesar de las previsiones de todos los organismo nacionales e internacionales y que Calviño se negó a revisar.

La teoría de la vicepresidenta era que en el último trimestre del año se estaba produciendo una recuperación robusta. La realidad es que en el cuarto trimestre el PIB creció apenas un 2 % achacable a la caída del consumo privado, que se vio lastrado por las negativas expectativas de los ciudadanos, las restricciones y contagios provocados por la variante Ómicron y la altísima inflación, fruto de los precios de la energía y que se ha trasladado a la cesta de la compra. El poder adquisitivo de los hogares ha sufrido un varapalo considerable también por el comportamiento de los salarios. Es decepcionante que este rebote de la economía se haya producido con un aumento de la deuda pública en 122.000 millones en 2020, de 113.000 en los once primeros meses de 2021 y con el BCE comprando deuda a mansalva. Veremos qué ocurre este 2022.

En cuanto a la EPA, el empleo aumentó en 2021 en 840.700 personas, el desempleo bajó en 615.900 trabajadores y la tasa de paro se situó en el 13,3 % de la población activa. Sin embargo, y esto es lo preocupante que esconden estas cifras, trabajan más personas, pero menos horas, la productividad está por los suelos y aún hay casi 65.000 trabajadores en ERTE. Además, el empleo en el sector privado aún no ha logrado los niveles anteriores a la pandemia, mientras el empleo público ha aumentado en 220.000 personas.