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Somos competitivos? ¿Vulnerables? ¿Estamos llenos de miedo? ¿Somos capaces de ponernos en la piel de los demás? En épocas duras, o en situaciones extremas, las emociones suelen estar a flor de piel. El problema es que a menudo no sabemos ni gestionarlas ni comunicarlas. Durante mucho tiempo, los currículums académicos han dado una gran importancia a la inteligencia cognitiva: es urgente que los alumnos lleguen a un determinado nivel de conocimiento en materias i asignaturas diferentes. El estudio es la puerta que nos abre al mundo. Sin embargo, hemos olvidado otras puertas igualmente esenciales en la vida. Me refiero a una gran ignorada, la inteligencia emocional. La habilidad de saber mover los hilos de las propias emociones.

En primer lugar, de identificarlas, ser capaces de hacer algo así como mirarse en el espejo del alma para encontrar ahí qué sentimos. Sin miedo, pudor ni prejuicios. En segundo lugar, de gestionarlas. Hay personas muy preparadas intelectualmente que son auténticos «torpes emocionales». No saben aproximarse a los demás, ni tienen capacidad de escucha, empatía, comunicación... Si no educamos la inteligencia emocional de los niños y adolescentes, es probable que tengamos una sociedad de individuos aislados e infelices.

Un médico nunca será un buen médico, a pesar de que tenga un expediente lleno de matrículas, o una nota de MIR extraordinaria, si no sabe escuchar, ser cercano, y hacer sentir bien a sus pacientes. Un profesor jamás dará buenas clases, por muchos conocimientos académicos que tenga, si los alumnos le ven indiferente a lo que explica. Un vendedor no conseguirá vender ni un solo producto, si no se comunica bien con sus potenciales clientes. La lista de ejemplos podría alargarse mucho. Una sociedad que sea la suma de personas emocionalmente maduras, con capacidad de manejar el complicado mundo de los sentimientos, puede ser un sueño inalcanzable o un gran objetivo común. Ojalá sea lo segundo.