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Ahora sabemos que fuimos injustos con ellos. Cuando en aquellos tiempos, un tanto lejanos ya, las televisiones de todo el mundo enfocaban las gradas de las pistas buscando las reacciones emocionadas de las siempre glamurosas parejas de los tenistas y los españoles debíamos conformarnos torneo tras torneo con las mismas imágenes de los padres de cualquiera de los Sánchez Vicario o de los de Conchita Martínez nunca llegamos a imaginar lo afortunados que en el fondo éramos. Los nuestros igual solo tenían padres, pero al menos estos eran normales.

Es verdad que algunos todavía no hemos conseguido borrar de nuestra memoria el beso en los morros que se dieron el padre y la madre de Conchita después de que a Martina Navratilova se le fuera más allá de la línea de fondo aquella bola de partido en la final de Wimbledon de 1994, pero, con todo, hay que agradecerles que siempre fueran conscientes de que su lugar en la pista estaba en el palco reservado a familiares.

Srdjan y Dijana Djokovic no son más que los últimos de una larga serie que va desde la loca que parió a Martina Hingins a aquel tirano cruel que fue Emmanuel Agassi, pasando por el paranoico padre de Mary Pierce y aquel otro fanático, Richard Williams, que hizo realidad su sueño de convertir a sus hijas Venus y Serena en unas campeonas sin importarle que fuera a costa de ellas mismas. Comparar a un tenista con Cristo o con Espartaco –ahora lo sabemos, ya digo– es algo que podría ocurrírsele a un padre, pero jamás a un tío.