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El presidente inpectore de la Obra Cultural Balear, el sociólogo Joan Miralles –a quien no tengo el gusto de conocer–, anunciaba esta semana su candidatura, única presentada para presidir la entidad, lanzando algunos mensajes que, aunque nada rupturistas en su forma, suponían un claro desmarque del tenor sectario de sus predecesores. La OCB, impulsada en su día por un gigante de las letras como Francesc de Borja Moll, había degenerado en las últimas décadas en un chiringuito más de la izquierda soberanista que, como es costumbre inveterada en ella, trata de patrimonializar la lengua y el territorio, de manera que el resto de ciudadanos que no comulgamos con sus ideas tenemos que sentirnos forzosamente extraños en nuestra propia casa.

Por consiguiente, que Miralles manifieste en primer lugar su compromiso para abrir la OCB a todos quienes amamos nuestra lengua y cultura y de que invite al PP a recuperar consensos lingüísticos perdidos –si es que alguna vez los hubo más allá de la Ley de Normalización Lingüística de Gabriel Cañellas– es, por sí solo, un cambio muy sustancial. La OCB fue en su día parasitada ideológicamente y puesta al servicio de una determinada concepción de la lengua –por otra parte, muy minoritaria– como elemento de vertebración de un quimérico Estado balear independiente confederado con la inexistente república catalana.

Miralles no proviene de ese territorio político –es hombre próximo al PI– y esta sola noticia es, en sí, un rayo de esperanza para que una entidad cultural de tanto peso vuelva a intentar ser lo que, por desgracia, no llegó a ser jamás. Pero el montuïrer no lo va a tener nada fácil. La tentación del poder político de convertir las organizaciones de la sociedad civil en tributarias del clientelismo subvencionado es demasiado poderosa. Hoy, la OCB vive del dinero público del Govern y, lo que es mucho peor, de la jugosa inyección económica que le proporciona la Generalitat de Catalunya que, obviamente, no le sale gratis.

El independentismo usa la OCB como ariete cultural para tratar de extender sus ideas por el territorio que ellos consideran como su particular Lebensraum de los Països catalans, entendidos como sujeto político y no meramente como ámbito cultural histórico de los territorios de habla catalana.
Desde Antoni Mir en adelante, las presidencias de Sebastià Frau, Jaume Mateu y Josep de Luis no han sido sino una profundización en esta dependencia ideológica, tan alejada de los fines fundacionales de la Obra. Naturalmente, la izquierda soberanista ha puesto el grito en el cielo cuando ha conocido que ninguno de los suyos optaba a un cargo que consideraban ya de su propiedad. El problema es que, más allá de escenificaciones, los partidos de ese espacio político están hoy dirigidos por personas de un perfil tan básico que este hecho, tarde o temprano, tenía que llegar. Mientras los partidos hoy refundidos en Més y otras fuerzas de la izquierda nacionalista fueron acomodo de profesores y religiosos secularizados, su opinión sobre determinadas materias gozaba de una cierta autoridad intelectual. Hoy, como casi todas las formaciones, están gobernados por individuos criados en sus juventudes, sin oficio y, a menudo, sin estudios superiores. Y así no se puede presidir nada.