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En poco más de quince años ha pasado de ser ‘la mujer multimillonaria más joven del mundo hecha a sí misma’ a una delincuente condenada por cuatro cargos de fraude en Estados Unidos. Me refiero a Elisabeth Holmes, que dejó la Universidad de Stanford con 19 años merced a su idea visionaria de los negocios y fue comparada ni más ni menos que con Steve Jobs. Ahora, con 37 años, es una reclusa que no hace tanto tenía una empresa valorada en 9.000 millones de dólares. Su delito: haber prometido que la tecnología de su compañía revolucionaría los diagnósticos de la medicina. Concretamente, que con sólo una gota de sangre extraída de un pinchazo se podrían realizar más de 240 pruebas clínicas.

Y resulta que no, que su invento no daba más que para media docena de test y que muchos otros se realizaban incluso en máquinas de terceras empresas. Lo malo del caso, para ella, es que sí conocía el fiasco de su proyecto cuando se lo proponía a algunos inversores y que no se trataba sólo de una experimentación cuyos logros estaban a la vuelta de la esquina. Los casos por los que ha sido condenada no tienen nada que ver con los clientes, al margen de los resultados delictivos, sino con los inversores a los que garantizaba la idoneidad y seguridad de su proyecto, hasta falsear incluso los datos de la revista Fortune. De nada ha servido el argumento de la defensa de que los inversores asumían el riesgo empresarial, cuando obviamente habían sido engañados.

El gran timo de Holmes evidencia la delgada línea divisoria entre el márketing agresivo y la publicidad engañosa, es decir, entre la discutible exageración y la mentira delictiva, aplicable a tantos y tantos casos.