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He sido maestro de escuela durante treinta años y hay cosas que todavía me duelen. Y otras, quizá peores, de mi tiempo de estudiante. Allá por los años 60, cursando en Madrid una segunda carrera, andaba con mi amigo Fernando por las cercanías de la plaza de toros. Paseábamos esperando la hora de ir a comer en la Universitaria, en uno de aquellos comedores del SEU. Nuestra conversación giraba en torno a los resultados futbolísticos el lunes de una jornada liguera. En eso, un señor ya maduro, con un bigote nevado, todavía más maduro, nos detuvo para recriminarnos que hablásemos en nuestra lengua materna, la de Mallorca de toda la vida, el catalán con algunos giros y modalidades locales. Vimos al hombre tan enloquecido como un general de división en medio de las balas. Quisimos demostrarle que teníamos derecho a ello y que nuestras voces, moderadas, se unían a la comprensible nostalgia. Nada quiso saber aquel sujeto y creo que nos había confundido con catalanes. Sólo así se explicaban sus agravios verbales. Explicó algo de los habitantes de Barcelona que desde luego estaba lleno de demagogia. Quiero pensar que aquel hombre no era más que una pulga en el lomo de un perro. Y sin embargo, a mi edad, lo recuerdo como si fuera ayer. No era más que un pobre hombre, enfermo de demagogia, que según él había ganado una guerra muy ajena a nuestros años jóvenes. Pasado el tiempo, todavía presente, sano y salvo en el día de hoy, puedo asistir a las charlas de café y a las sesiones televisivas sobre nuestros parlamentos políticos. Y ahí veo que la demagogia sigue ondeando viejas banderas de un enfrentamiento civil, en cuyo debate se dejan sentir las voces más vulgares y groseras, amparadas por argumentos tan falseados como esperpénticos. Casi me atrevería a decir que si nuestro físico se ve a diario amenazado por un virus endémico de cuyo nombre no quiero acordarme, nuestra mente y nuestro espíritu sufre de un mal igualmente nocivo como es la demagogia. Y dentro de este panorama se han atrevido a incluir niños tamborileros que sus padres esgrimen para sus neuras de provocación. El tambor del Bruch. O el tambor del niño sardo. Todo para hacer ruido y convertir una desgraciada anécdota en una bomba contra toda una comunidad. Me comprenderán si les digo que parte de mi familia, mi querida familia, es catalana.