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C onfieso una progresiva admiración por Simone Weil, francesa, sindicalista, mística, filósofa, un físico de niña, una mente privilegiada. Participó en la Guerra Civil española. De esa experiencia dejó algún escrito del cual dos puntos serán ahora objeto de transcripción y antes lo fueron, en mí, de reflexión. He ahí la primera transcripción: «He dejado España a mi pesar; después no he hecho nada. Ya no sentía la necesidad de participar en una guerra que ya no era, como me había parecido al principio, una guerra de campesinos hambrientos contra los terratenientes y un clero cómplice de los propietarios, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia». De más calado considero este otro punto de su particular diario: «Reconocimiento aéreo. A esconderse. Yo me tumbo de espaldas, era un día precioso. Si me cogen me matan… Pero me lo merezco. Los nuestros han derramado demasiada sangre. Soy moralmente cómplice».

«Los nuestros» escribe y no «los otros»; «soy» escribe y no «son». Han pasado muchos años de esta guerra y, como en todas las guerras, se sigue funcionando con la misma sístole y la misma diástole, independientemente del bando en el que se luchó: exculpándose los propios e inculpando a los ajenos. Pero una mujer, activista intelectual, en plena batalla campal, logró sembrar una excepción.