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M allorca es muy bonita, qué duda cabe. Y de eso vive. De la magnífica luz, el azul intenso de sus cielos, el calor más de la mitad del año, el mar cristalino y turquesa, doscientas playas y, al fondo, montañas imponentes, algunos pueblos –cada vez menos– pintorescos y una capital atractiva. Su único activo es su belleza, porque su única fuente de ingresos es el turismo. El turismo masivo de verano y playa. Por eso a muchos les chocan los proyectos para empezar a dejar atrás los ultracontaminantes combustibles fósiles y abrazar la tan cacareada sostenibilidad que nos meten en vena. Nos encanta la idea de no depender del exterior para tener energía eléctrica, pero no nos gusta el tinglado industrial que eso exige. Cientos de personas han puesto el grito en el cielo ante el parque fotovoltaico que AENA pretende instalar en Son Bonet porque «hace feo».

No huele, no hace ruido, no contamina. Solamente «es feo» para quienes están acostumbrados a los prados, las ovejas, las flores y los caracoles. Todo eso es idílico, claro que sí, pero mientras todo eso prevaleció, miles de mallorquines tuvieron que hacer el petate, embarcarse en un barco inmundo y lanzarse a la incierta aventura americana para poder llenarse el estómago. La belleza paisajística, la tierra inmaculada, los pajaritos y mariposas no bastan para dar de comer a un millón de habitantes.

Mucho menos para generar la energía que necesitan en este mundo hiperconectado e hiperconsumista. O vaciamos la Isla y volvemos a cifras de hace cuarenta años –sería mi opción preferida– o inventamos algo para sostener esta locura. Querer una cosa y la contraria es de tontos. O súper desarrollo o atraso y pobreza, aunque bonita.