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Según recordara Chateaubriand «desde que el cristianismo se dejó ver sobre la tierra, ha sufrido el ataque de tres especies de enemigos. A saber: los herejes, los sofistas y aquellos hombres frívolos en apariencia que lo destruyen todo con la risa». Andaba en lo cierto el literato francés.

Estos días hemos visto cómo se demolía la cruz de Son Servera por orden de la alcaldesa socialista en medio de gritos burlescos. El pretexto ha sido deshacerse de un monumento con connotaciones franquistas, erigido poco después de la Guerra Civil para homenajear a los serverenses caídos del bando vencedor en una comarca que fue primera línea de combate. Aunque la obra se resignificó en los años ochenta, prescindiéndose de cualquier emblema ideológico para amparar el recuerdo de todos los difuntos de la localidad –sin exclusivismos−, no ha impedido la cacicada del derrumbe. La oposición municipal no estaba informada, ni tampoco se esperó el dictamen de los técnicos del Consell de Mallorca que había de resolver sobre su protección, tramitada hace unos años con el respaldo de 837 firmas de los vecinos de la villa. Todo apunta a una prevaricación. Sólo queda un montón de grava del antiguo monolito, perfectamente integrado en la vida local desde hacía casi cuatro décadas. Ni rastro siquiera del escudo municipal. Todo se ha arrasado en nombre de una ley de memoria democrática maniquea y reduccionista, que divide y separa a la sociedad. Quizá estorbe la cruz porque representa la antítesis de esta nueva ideología que se nos impone.

Desde la óptica cristiana la cruz es signo de entrega, perdón y salvación, donde Dios hecho hombre se ha ofrecido a sí mismo para reconciliar con Él a la humanidad. La lógica divina –enseña la teología− no coincide la mayor de las veces con la visión humana, condicionada por apetitos egoístas que tienden a autojustificarse bajo apariencia de racionalidad. La revancha cegada por la pasión puede ser un ejemplo. El problema se agrava cuando esos elementos hostiles a los que aludía Chateaubriand, bien por ignorancia, maldad o ambas, tergiversan hasta límites inadmisibles la realidad con sus sutilezas y mentiras, que algunos consienten ¿Qué es sino comparar la cruz con la esvástica nazi? Una muestra más de sectarismo adverso al sentido genuino de la señal del cristiano. Que ésta se haya podido instrumentalizar durante la historia no supone alteración en su esencia, superadora de las mezquindades humanas de cada tiempo.

En una sociedad heredera del acuerdo democrático sellado entre viejos rivales parecía haber ganado terreno la mutua comprensión, expresada –entre otras− en muchas cruces que cobijaron la memoria de todas las víctimas de la guerra, todavía en pie en algunos lugares. La revisión de aquel pacto está dinamitando los cimientos de nuestra convivencia. Se agitan interesadamente rencores y odios que algunos aprovechan de manera irresponsable. La cruz supone entonces una necedad o escándalo a batir, por cuanto se yergue en distintivo de una reparación fraterna que, en el fondo, no se desea. De lo contrario, se evitaría idealizar un régimen tan poco afortunado para la paz social y política como la Segunda República, actual modelo de la izquierda. Si con humildad relativizáramos las ideologías, subordinándolas al servicio de la verdad y del bien que encarna la cruz, ganaríamos todos.